lunes, 22 de diciembre de 2014

04:25


La noche en que todo comenzó pintaba como cualquier otra en nuestras cotidianas vidas. Había cenado pesado tras un día ajetreado en la oficina y nos habíamos ido a la cama pasadas las once. Hacía frío y dormí con la pijama puesta, a su lado, como todas las noches desde hacía treinta y dos años.

Esa noche estaba muy cansado para hacerle el amor y ella lo entendía, porque me había visto desfallecer reciente y gradualmente cada día al regresar a casa, creciendo el número de arrugas de preocupación en mi cara envejecida con el paso de los meses. Las cosas iban mal en la empresa y pronto habría recortes de personal. Mi nombre pintaba más que evidente en la lista negra, pues las máquinas y sus sofisticados sistemas hacían prescindibles mis labores y las de cuarenta personas más, en esa maniobra operativa que pretendía darle la vuelta a la reciente crisis económica.

Podía ver, escuchar y cavilar que el mundo estaba revolucionándose apresuradamente y los viejos como yo, los pasados de moda en una moda consumista éramos los que más difícil encontrábamos adaptarnos a las nuevas reglas con las que la sociedad caminaba. Nosotros los olvidados, los con hambre y frío, los que sí habíamos conocido la carencia en tiempos que los libros de historia ya no querían contar porque nadie los quería leer. Nosotros estábamos destinados a estorbar y morir de tristeza. Esa noche, repasando la cuenta de mis veraces temores, lo único que tenía a mano y con contrato vitalicio era su cuerpo y las sábanas sobre él. Lo acerqué a mí y supe que ninguna revolución me quitaría ese premio robado a la vida, esos cabellos encanecidos y desteñidos y sus suspiros de paz cuando la paz la encontraba en mi abrazo por su espalda.

Qué equivocado estaba con respecto a tantas afirmaciones y qué certeros eran mis temores. De haber sabido lo que vendría después, me habría preocupado menos por ciertos temas y más por las cosas que no eran enteramente cosas.

Entre sueños irreconocibles pude escuchar el sonido del celular que me habían obligado a usar por cuestiones de trabajo. Vibró un par de veces y encontré sin problemas su luz azul destellando sobre el buró. Tardé un poco en despertar por completo y reconocer que sería un mensaje de texto el que le había dado vida al aparato en penumbras. Ya habría tiempo para revisarlo en la mañana, pues desde hacía mucho, nadie nos contaba sus urgencias, ni nuestros hijos ni los familiares que aún nos recordaban. Regresé mi cabeza a la almohada y la sentí fresca y acogedora, pero otro ruido muy similar me arrancó del descanso que buscaba… También el celular de mi esposa había recibido un mensaje.

Me quedé un momento sentado al borde de la cama. Alcancé mis gafas y vencí el rigor de mis articulaciones para revisar ambos aparatos. El despertador marcaba la hora en que todo ocurría: Cuatro veinticinco de la mañana. Ese veintitrés de diciembre marcaría el inicio del fin, pues esa sería la última noche del mundo como lo conocíamos.

Ambos teléfonos tenían el mismo mensaje en su pantalla y por un momento me obligué a sentirme en un mal sueño, producto de mis preocupaciones y una mala cena, pero el frío invernal se sentía tan crudo, tan real que supe que la pesadilla había abrazado nuestra dimensión. Ella despertó al notar mi ausencia y me miró entornando los ojos, con un teléfono en cada mano, aun extrañado e incrédulo.

“NOTICIAS: ULT. MOMENTO. ESTALLA PRIMER ATAQUE DE SIRIA EN EUA”

Los noticiarios habían venido anticipando el descontento de ambos países y las consecuencias que las disputas traerían. La verdad había caído literalmente como una bomba esa madrugada, cuando la costa oeste de Estados Unidos de América había sido atropellada por el ataque de una nación lastimada y enardecida, cuando olvidó sus escrúpulos forzadamente y arrebató la vida de incontables seres humanos mientras dormían como nosotros.

Me senté a su lado y le mostré el teléfono, tras saberme incapaz de encontrar una manera de transmitirle el mensaje y tranquilidad en el mismo movimiento. Me miró tan desorientada que el silencio hueco en nuestra habitación lo dijo todo. El momento en que la abracé un segundo después y miré por la ventana fue el último que tengo de nuestra vida juntos…

Mis ojos fueron testigos de un espectáculo hermoso y devastador, si acaso ambas palabras pueden llegar a ser amigas: La noche dejó de ser oscura y se tiñó de rosa y tonos violáceos, seguidos de una bruma fosforescente que me iluminó el rostro, que se llevó nuestros pasado y los sueños de nuestro futuro y el de millones de personas en el segundo ataque.

Murió al instante, entre mis brazos incendiados. Ella fue el escudo que salvó mi existencia pero que de ninguna manera pudo asegurar mi bienestar en los años venideros y sus terribles secuelas. Estos inviernos en que visito los restos de nuestra ciudad y su tumba de concreto han sido lo menos crudo de mi desvivir, pues en verano, cuando hace calor, los gases del subsuelo emergen mortíferamente para envenenarlo todo. Hace un frío tremendo cada vez que el sol se oculta entre los nubarrones negruzcos y un calor insoportable cuando llega a salir tres días al año, un calor que no ayuda a las plantas a crecer, sino que simplemente las quema, como a la piel que ha quedado a los que sobrevivimos milagrosamente a los primeros ataques y a los que vinieron después, en una y otra dirección.

Tal vez no suframos de las sequías que los investigadores auguraban, pero el agua que queda está contaminada y dada por perdida. La comida escasea cada vez más y no quedan animales sanos que cazar: Todos moribundos, deformes o envenenados. El trabajo, la economía, la educación y hasta la familia han dejado de ser preocupaciones diarias. La palabra ocio se ha borrado del diccionario y ha sido reemplazada por supervivencia. Esos aspectos de la vida que nos quitaban el sueño cuando sentíamos el futuro asegurado por nuestros bienes y nuestro dinero ahora son sólo un sueño amargo en una realidad aún más amarga.

He oído que en algunas regiones, los más jóvenes se están comiendo a los viejos como yo, como lo hicieron alguna vez con sus aparatos y sus nuevas reglas, y es que ni aun después de todo lo que ha ocurrido han aprendido a respetar la vida y sus reglas. Muchos de esos jóvenes mueren pronto, pues no soportan el hambre y los delirios que conlleva. No soportan el frío tampoco, pues nunca supieron de carencias, de incertidumbres. Somos los viejos, los olvidados, los que mejor nos adaptamos a este mundo que se ha puesto de cabeza, porque alguna vez, con nuestras propias manos, lo enderezamos para heredarlo a nuestros hijos. Me siento responsable de no haber sembrado en ellos la memoria colectiva y el aprendizaje de ese valor de la vida que nosotros sí pudimos identificar y defender y me pregunto qué tan responsables fueron ellos de llevar las cosas al carajo y qué tanto fuimos nosotros de guiar sus pasos con tanto derroche de lo que nosotros jamás pudimos siquiera soñar.

Sigo luchando por sobrevivir a un mundo que se apaga poco a poco, sin una verdadera razón para hacerlo, sin una chispa de esperanza sobre lo que pase más adelante, pero con mis principios bien arraigados, firmes y verdaderos, pues lo último que un ser humano puede perder es precisamente eso, su humanidad y todo lo que ello significa.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Extraño es aquí

Extraño que temer sea extraño,
que te llamen loco por desconfiar,
que camines sin duda de tu sombra.
Es raro que todo aquí te haga daño,
o ya no, porque éste es un lugar extraño.

No soy de aquí, estas son menos que sobras, sombras y muerte.
¿Qué son los sueños en esta extrañeza,
si nadie quiere soñar con su suerte?
Renuncias a cien estandartes, rotos por traición.
Convéncete de no claudicar, de nutrir tu convicción.
Convencerse es extraño en este lugar,
pues control no les falta sobre tu razón.
Te llenan de miedo, te exprimen los sueños,
se bañan en tu desamparo para que extrañar te parezca extraño.

Ya es extraño temer, con tanto que nos han disparado.
Es extraño sonreír, pero son esas las cosas que extrañamos:
¿Qué es lo extraño de la vida si la vida es extraña?
Camino extrañándote, pero ya ida no me ves flanqueando.
Recuperar quiero lo extraña de nuestra vida
y que esta extrañeza nos parezca ajena.
Sigo creyendo en ti, mi estandarte, aunque roto y quebrantado,
Y ellos lo pagarán, por matarme más a mí que a la extraña de ti.

Si me miras ahora, qué extraño te resultaré.
Estos son días de lucha y cada uno de ausencia tuya
me deja solo con mi extrañeza.
Extraño es aquí, pero no para mí,
pues sé bien cuál es mi Nación,
que ya muerta por traidores
luce extraña pero digna de mi convicción.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Let Go

Helena abrió los ojos a las siete de la mañana. Hacía frío y fue eso lo que la sacó de su sopor. Estiró los músculos con un bufido y rodó sobre su cabeza para ver con quién compartía la almohada. En dos minutos ya se había levantado en silencio y se había vestido con ropa limpia que sacó de su clóset.

Recogió un par de vasos del piso en su camino a la sala. Las suelas de sus tenis se le pegaron a las duelas sucias al llegar al centro de su departamento. Sonrió al ver los bultos desperdigados por aquí y allá. Sonaba una canción por lo bajo en las bocinas, como si alguien se hubiera quedado dormido ajustando el volumen cada vez mas tenue para inducir el coma a sus compañeros. Esa noche, varios de sus mejores amigos se volvieron DJs de los buenos, queriendo felicitarle más con canciones que con las palabras que olvidaron en el fondo sus vasos.

Arremangó su blusa y tomó una de las bolsas negras de la cocina. Encendió la cafetera antes de salir de nuevo al solario viciado por el humo del tabaco y de las hierbas. Aunque hacía ruido con su faena, esa docena de personas la acompañaban sólo con movimientos torpes o gruñidos producto de su profunda modorra. Encontró no sólo los despojos de la fiesta, sino algunos bocetos del storyboard, las pesadas cuartillas del guión y algo de utilería (quería pensar eso de la tanga colgando de la pantalla de su lámpara de pie). Puso todo en orden y abrió las persianas y el ventanal después. El sol ya pintaba de dorado las puntas de los edificios más altos cuando la cafetera trinó para ofrecerle su bebida energética.

- ¿Ya amaneció? – la voz ronca de Brenda la hizo detenerse en su camino a la cocina - ¿Te ayudo?
- Primero despierta bien, guapa – respondió Helena con una sonrisa maternal.

Compartieron una taza de café en el desayunador minutos después, aliviándose de los escalofríos otoñales que les dejó la resaca. Helena parecía menos golpeada  por el alcohol, el baile y las drogas y podían atribuírselo ella y los demás a que venían cosas buenas. El horizonte estaba tan claro y soleado como el que se divisaba por el ventanal de la sala y eso le provocaba una sonrisa involuntaria y permanente.

- ¿Ya sabe Elliot que vas a trabajar para Polygon hasta allá? – interrogó Brenda, más por compromiso que por curiosidad.

Anoche habían tenido poco tiempo de hablar de las circunstancias y el remolino en el que desfilaban aquellas puertas cerradas y ventanas abiertas. Se empeñaron a gritar (más que cantar) Here Comes your Man de Pixies, evocando la actuación de Tom Hansen, como si Elliot, el patán en curso fuera un dañino Verano que llegaba al fin de sus quinientos días. Helena, aún con la sonrisa engrapada a sus mejillas miraba desatenta a los zombies que se levantaban poco a poco de su sala y el tapete en el piso. Asintió tardíamente a la pregunta de su amiga, sacando el celular de su bolsillo y le mostró la conversación.

- Se lo restregaste en la cara con un mensaje – suspiró la regordeta treintona -… No seas cabrona.
- Ya estaba muy ronca anoche para marcarle – mintió Helena, vaciando la taza con el meñique en alto.

Vanessa salió de la cama y se unió a ellas para completar el trío que había compartido cientos de tazas de café como esa. Casi se sacan el aire entre sí con tanto abrazo, ahora que había pasado la euforia de la celebración y estaban conscientes de que Helena tenía un mes para dejarlo todo listo antes de irse a Ámsterdam para la filmación del largometraje. Alex, el guionista que no encontraba una de sus botas en ese momento, pensaba que la idea original era una chorrada y que su amiga de borracheras merecía un mejor papel para debut en la pantalla grande, así que puso mucho empeño en adecuar la historia a una versión mejorada y digna en todo aspecto. Si el director no la cagaba, podía descansar en paz al haberle hecho semejante favor a la guapa actriz que le acercaba esa bota manchada de quién sabe qué.

- Discútete las tortas de chilaquil – sugirió Christian Bravo, el co-protagonista frotando sus manos con un bostezo.
- ¿Quién se lanza? – preguntó Helena compartiendo el antojo.

Fue por su cartera y la sintió gorda. Hasta ese momento se dio cuenta de lo mucho que había gastado en la fiesta de celebración por la firma de su contrato y más aun, de lo mucho que le quedaba para gastar, tal vez en un suéter o una bufanda. Estiró su delgado brazo a Christian y mordió su labio inferior, divertida, en control, con la autoridad que todos le aplaudían. Le dio el dinero y le dijo lo que quería que le trajeran.

Desayunaron, vaciaron algunas botellas, escucharon la Playlist “Hangover” y se fueron a mediodía. Era sábado pero parte del equipo rodaba la conclusión de un comercial a las siete de la mañana del día siguiente. Vanessa fue la última en dejarla, tras hacer la cama que compartieron totalmente perdidas. La besó, como siempre lo hacía y su frente volvió a hormiguear al sentir sus carnosos labios.

- Avísame si necesitas algo – ofreció su amiga.
- Sí, pero por ahorita todo bien. Gracias, flaca.
- Te quiero – entonces sí la beso en la boca -. No me vayas a olvidar allá.
- Nunca, Vanessa.

Se encontró sola y tumbada en el sillón, con el antebrazo cubriendo los ojos avellanados. Estando consigo misma pensó en dónde se encontraba un año atrás: Pensó tanto y tan fuerte que le dolió la cabeza cuando se durmió soñando con eso…

Todo había ido empeorando y Elliot, cual secta coercitiva, se había convertido en lo único en lo que creía y en lo que confiaba ciegamente. Ahora que él la dejaba ir con su indiferencia y sus sueños de superioridad, las paredes se cerraban, el sol no salía y el borde del puente en el que estaba parada le parecía menos peligroso. No sabe cuánto tiempo pasó colgando del borde y no sólo del puente, sino de toda su vida; había perdido amigos, familia, trabajo… Todo tan rápido que no supo en qué momento se perdió a sí misma. Sus dedos congelados y su cuerpo entumecido le ayudaron a aferrarse a una vida que no quería vivir. Quería soltarse, dejarse caer, pues no sentía que fuera una caída muy dura, porque se sabía ya en el fondo.

Alguien la sujetó y despegó su famélica figura para traerla de vuelta al mundo que todavía tenía mucho camino para ofrecerle, la cobijó y llamó a una ambulancia. Nunca supo quién fue ni por qué lo hizo pero hoy, casi un año después, agradecía en el silencio de su departamento que no la hubieran dejado partir porque no estaba lista, aunque en ese instante de fuga, no lo supiera.

Llegado diciembre estaba sola de nuevo, en el último silencio que escucharía de su departamento en mucho tiempo. Suspiró en la entrada, con las maletas repletas y el abrigo bien puesto. Ya se le estaba haciendo costumbre sonreír y también comenzaba a gustarle. Le sonrió a la vida que dejaba atrás y que el boleto de avión le recordaba con calidez. En el taxi de camino al aeropuerto anunciaron una canción: “Let Go de Like Swimming” y se dio cuenta de que la había escuchado antes, cuando se deshacía de la resaca que la celebración de su contrato le dejaba. La tonada resonó en su cabeza por un largo rato.

Sentada en la sala de abordaje levantó la vista y lo encontró, tan repentinamente que le pareció una jugarreta de su nostálgico cerebro: Elliot sostenía una pancarta, sonriéndole tan guapo como siempre, desvalido y tembloroso, expectante de su reacción cuando leyera el mensaje. Ella torció una mueca fugaz y se puso de pie cuando leyó el mensaje. Se acercó a él, despacio para hacer durar el momento, para grabárselo en la memoria y en el corazón. Alguien anunciaba que su vuelo saldría dentro de poco. No podían dejarla, no a ella, a la exitosa actriz que por fin triunfaría como era de esperarse. Ella, a su vez, no podía dejarlo ir, no debía ahora que se encontraba ahí, tan cerca. Se maldeciría toda la vida si lo dejaba ir, cuando tenía un futuro tan seguro y reconfortante.

- ¿Qué dices? – le preguntó él con un susurro y ella se olvidó de sus maletas, de su pase de abordar, del contrato que había firmado.
- Digo que sí…

Horas después, un niño pisó con sus zapatos enlodados una pancarta. Se agachó para leerla y frunció el ceño cuando ignoró el mensaje que no pudo entender: “¿Vas a dejarme ir de tu vida?”.

Helena le contó todo a Brenda y a Vanessa al llegar a Ámsterdam e incluso hoy en día recuerda  las palabras exactas con las que se despidió para siempre de él: “Digo que sí… A ti puedo dejarte ir de mi vida, pero lo que no me perdonaría jamás, sería dejar ir este avión”.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Nosotr@s (Tercera parte)


¿Cuánto tiempo ha pasado desde que le sigues la pista? ¿Qué es lo que te mueve? ¿Curiosidad, morbo o simplemente el compromiso que tienes con su historia? ¿Complicidad, tal vez, con nosotr@s?

Yo estuve ahí, presenciando cada una de las atrocidades que fueron quebrantándole el espíritu, alejándol@ de la gracia divina. Pude evitarlo, pero estaba tan cansad@ que me dejé llevar por la corriente de ese río de sangre que arrastraba en su cauce los escombros de todas mis vidas pasadas. Era una venganza injusta y forzada, algo que nadie merecía más que nosotr@s.

A estas alturas debes saber o imaginar los hechos. Hasta aquí me llega el olor a toda esa sangre que increíblemente puede contener un cuerpo humano, como el de un cerdo bien, bien gordo. Ahora que soy yo quien está encerrad@, tengo la obligación de confirmártelo todo, pues soy su cómplice y su amante, o como me lo dijo una vez: “La mitad que siempre me faltó”. Seré concis@ pero no esperes que me olvide de lo poético que resulta todo esto, al menos para nosotr@s.

Durante veintinueve años estuvimos en contacto discreto, nutriéndonos con visiones propias del mundo que resultaban conflictivas entre sí. El bien o el mal que hacía o me hacían, que para fines prácticos eran sólo puntos de vista diferentes era lo que hacía hervir su sangre ante una impotencia irremediable o algunas veces, simplemente le devolvía la paz cuando se enteraba de mis acciones en contra de mis agresores. Siempre estuvo al pendiente de mí, a pesar del confinamiento al que le sometí, y es que nos enamoramos, como ningún@ de l@s dos lo quería y nos cuidamos, nos alentamos a seguir con vida y a soñar con que las cosas cambiarían algún día, si Dios se apiadaba de nosotr@s.

No me imagines así, tal cual lo estás haciendo: No soy un monstruo… No lo somos, es sólo que a veces la vida no resulta como uno la planea y debes tomar acciones para cambiar las cosas que van mal, para evitar que se salgan de control. Por eso las cadenas y la oscuridad en la que l@ mantuve. Hasta que perdí la esperanza de poder resolverlo todo por mí mism@. Esa noche fue de las peores y el dolor ya insostenible me orilló a dejarle en libertad. Yo ocupé su lugar y me enteré de toda la violencia que guió sus pasos, sin poder detenerl@ ni la primera ni la última vez y mucho menos en las de en medio, porque yo, de alguna manera, también disfrutaba con cada herida que profería, con cada hueso que rompía y cada vena que cortaba. Nos bañábamos con las lagunas de sangre y nos reíamos del sonido del regurgitar en sus gargantas cuando ésta se arremolinaba entre la saliva que no podían acomodar para pedir piedad. Disfrutábamos ver cómo la vida los abandonaba y sus ojos se volvían acuosos, perdidos en la nada cuando se convertían en esa misma nada. Uno de los doce murió con una sonrisa torcida en su atractivo rostro; parecía que disfrutaba todavía de la fiesta a la que fue escoltado, mintiendo descaradamente sobre la despampanante novia que llevaba consigo esa noche. Cuando se enteró de que hasta él había sido engañado con ese cuento, no pudo con la verdad y le dio un ataque al corazón. Me rio al pensar que se lo rompimos cuando ya de madrugada quería hacer valer el dinero que pagó por la compañía de esa velada. Como si fuera el último clavo sobre su ataúd, todos y cada uno de ellos se fueron de este mundo conociendo al desnudo la verdad sobre nosotr@s.

No deberían ser tan duros. No es una mala persona, sino el resultado de la maldad de este mundo. No l@ justifico, pero la gente debería pensarlo dos veces antes de portarse como lo hicieron conmigo durante tantísimo tiempo. ¿Acaso no pensaron en las consecuencias que podían tener sus actos pecaminosos? Me alegro de haberl@ liberado después de todo y aunque sé que me espera un encierro de verdad de ahora en adelante, también sé que no podrán separarnos y que hay una habitación especial para nosotr@s.

No voy a decirte mi nombre, ni el suyo. ¿Qué más da a estas alturas? Podrás eso sí, anotar la fecha y hora en que supiste toda la verdad para cerrar el caso en el que participaste desde el principio. Piensa en nosotr@s como dos personas viviendo en el cuerpo de una. Me hace reír el pensarlo así, porque al final, también somos dos cuerpos unidos por una misma esencia. Mitad hombre y mitad mujer o todo hombre o toda mujer cuando hace falta: Me gustaba ser mujer para trabajar y coquetear y hombre para asesinar y cobrar venganza por nosotr@s.

Ya no tengo certeza de quién está dentro y quién fuera, porque nos amamos tanto como para intercambiar lugares cuando lo necesitamos. Nuestra mente se ha vuelto una prisión acogedora y disfrutamos nuestra condición, porque de ninguna manera hemos sido privad@s de nuestra libertad, ahora que somos un@ mism@. Llévanos cuando y donde sea, porque no importa qué pase, siempre encontraremos la manera de salir. Eso es algo que nadie ha dominado tan bien como nosotr@s.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Molotov


La sostengo con esta mano cansada, lastimada y mutilada, pero no abatida. Siento el calor alrededor, llevándose el gélido clima otoñal que se ha teñido de rojo. El pavimento agrietado, los baches enlodados, los vidrios rotos de las ventanas y las piedras, sacadas de quién sabe dónde... Todos son testigos inmóviles de nuestra empresa, son el escenario de nuestra revuelta anarquista. Cierro los ojos por el bochorno y me demando abrirlos porque no hay otra forma de jugar en este choque de fuerzas.

Miro alrededor, mis compañeros se ven tan agrietados como la tierra infertil que dejamos atrás, junto con nuestras casas, esos refugios quebrantados que han perdido su paz y su tranquilidad, si es que alguna vez alcanzó para tales lujos. Dejamos nuestros parajes para sembrar otras semillas, para cultivar otros frutos. A golpes nada crece, pero se nos acabaron las raciones de paciencia. Ésta es una revolución justificada, obligada, un dulce fruto con espinas venenosas.

Siento ese calor y no sólo de mi arma, sino de ellos, estudiantes como yo, niños de un salón de clases inundado por goteras, corroído por el sol; sin paredes, sin piso, sin un futuro que estemos dispuestos a labrar de la manera en que transcurren las cosas en estos tiempos. Están aquí conmigo en este momento crucial, en el día más gris y opaco que nos haya visto jugar en el patio. Los adultos nos miran tras sus cascos, feroces y sensibles a una epilepsia involuntaria que guíe nuestros movimientos a arremeter contra ellos.

Sonríen y los menos, hasta tienen las manos en los rifles. Nos han querido convencer de que las balas son de goma, pero tal parque no mata, como a los que han matado, a los que conocíamos y a los que no querían lastimar más a su amada tierra.

Nos están matando, de a poco, en dósis chiquitas para que no se sienta, para que no se sepa y no nos sepa, cual veneno entremezclado con vino. Nos están matando de agonía y desesperanza y nos rematan con un agujero en la frente, machacan nuestros huesos y bailan con fuego sobre nuestros cadáveres.

Ya no somos niños si ponemos atención, ya que han puesto tanto peso sobre nuestros hombros que nos vemos obligados a fortalecernos, a avispar la mente y cerrar el corazón, porque ese es el peor de los dolores, el que se encarna en el pecho.

A mi derecha está mi mejor amigo, también el rostro cubierto y todo rabia, sin mucho lugar para el miedo que se ha convencido de olvidar. A mi izquierda, una de tantas compañeras que conocí: No recuerdo su nombre, sólo su apellido y el día de hoy, es la única de su familia que porta ese apellido con orgullo más que con vida.

Miro al frente: Treinta metros delante nuestro están esos otros rostros cubiertos, siguiendo órdenes. Sus armas brillan más que sus ojos y duele pensar que si acaso logras zafarle el casco, encuentras un rostro como el tuyo, con la misma tez y las mismas arrugas al gesticular, ya de risa o ya de amargura. Te das cuenta de que ellos son también tus hermanos y que tampoco saben qué hacer llegado el momento. No, no lo saben, sólo lo hacen.

Se está calentando demasiado, debo deshacerme de ella, pero me rehuso a lanzarla. ¿Qué me detiene? ¿Temor, compasión, empatía? ¿O acaso aquello que hemos olvidado y que para todos carece de nombre ya, porque es algo que los buenos tiempos se llevaron?

Camino unos pasos con firmeza, decidido a consumar lo que deba para hacer escuchar mi voz, mis gritos y lamentos, y es que hasta nuestro gobernante supremo ignora las palabras escritas y pacíficas. Están ocupados allá arriba, guarecidos en su confort millonario pensando, y mucho, pero de otras maneras. Me estremece averiguar los planes que tienen para nosotros...

Me preparo, calculo la distancia. Este paliacate sofoca mis jadeos. Se me nubla la vista, cierro los ojos y arrojo la bomba. Se oyen gritos, detrás mío como un tsunami y al frente como animales salvajes. Distingo entre tanta conmoción, el sonido de la explosión: un rugido de fuego que abrasa los alrededores. ¡Miren cómo arden! Grita alguien, alguien joven, satisfecho. Quisiera gritarle tantas cosas, para regresarle la cordura que nos arrebataron. ¿Y si la botella flamigra hubiese caído sobre nosotros? 

Dejo de pensar, porque el ruido de disparos llena cada rincón de mi cerebro y me arroja a las garras del pánico. Las balas muerden como perros salvajes. No son de goma. Queman la ropa, la piel y la sangre. Pierdo el aliento y ni librarme del paliacate me lo devuelve. No quiero abrir los ojos porque sé que no verán algo bueno. Caigo de rodillas. Los gritos me paralizan, o la vida que me abandona, a estas alturas no tengo certeza de nada, más que de aquello que sospechaba: Esta afrenta sirve de poco o nada; nuestros cadáveres serán reducidos a polvo y el viento matutino va a llevárselo al infinito. Seremos un reportaje ambiguo, una injusticia más y nombres que olvidarán los más jóvenes sin saber qué significa la palabra impunidad.

Abro los ojos entonces y todo es sombras, todo es calor y esperanza a punto de quebrarse. Preferiría cerrarlos, pues sería lo más fácil, pero no es lo correcto, ya que todos somos testigos de la verdad cuando decidimos protegerla con sudor, sangre y lágrimas.

Me entero entonces que ni al morir, cerrar los ojos está permitido.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Nosotr@s (Segunda parte)

Él podía ser cualquier hombre, a cualquier hora, de cualquier día. Pero escogió equívocamente la noche del 4 de febrero para calmar su sed. Él podía ser cualquier hombre, pero esa noche, el ambiguo pudor que se le había pegado al cuerpo, como su camiseta con el sudor, le orillaba a disimular hasta su identidad.

Los ojos frenéticos hacían lo mismo acechar que vigilar, a su presa y a quien pudiera reconocerle en esas calles respectivamente; esos caminos que solo por la noche atestiguaban su deambular de vez en vez, cuando el instinto libidinoso le agarrotaba los órganos y disparaba su frecuencia cardiaca.

Claro que tenía familia y claro que la amaba por sobre todas las cosas, y es que, para su vana justificación, a ninguna de las prostitutas que se había pagado le había hecho el amor realmente. Tras el vidrio de la ventanilla, deleitaba la vista como un niño tras el aparador de una juguetería. Hasta imaginaba presionar el botón de "Try me" con el pulgar que fruncía la carne trémula de alguna muñeca a escala, de las que se acercaban lo suficiente como para mostrar la etiqueta del precio. Reía antes de avergonzarse de tan pecaminosa analogía y volvía a su tarea. El visible herpes le dificultaba el proceso de selección, pues un beso de la muerte no se le antojaba como un posible final. El labial exagerado no ocultaba las llagas.

Cansado y tentado a desistir, se topó de frente con una visión deliciosa, seductora y sugestiva. Una pierna sobre la otra, jugando los tacones con el roce entre sí, la espalda esbelta recargada en la pared, ocultando el póster de algún concierto. El pecho, el magnífico atractivo podría confundirle sobre su natural origen o una intervención quirúrgica majestuosa. Y el rostro, cubriendo un mechón morado uno de los ojos, agregaba un panorama enigmático a su mirada distraída, perdida en un lugar mejor.

Detuvo el auto frente a ella sin dejar de verla. Demasiado guapa o demasiado irreal. Quería clavarle los ojos por donde se pudiera y hacerla voltear, como si fuese ella la interesada en satisfacer el cuerpo con la fiesta que uno de los dos podía pagar. Ella pareció sentir su ropa desvanecerse como él lo pretendía con la mirada, pues con un leve escalofrío, lo encontró en la oscuridad del auto, impaciente. La urgencia lo llevó a volcarse sobre el asiento del copiloto y apreciar la verdadera estatura de la mercancía humana, ahora que se acercaba con un vaivén cadencioso. Sonrió él sin control.

¿Cómo te llamas? Preguntó por lo bajo. Vio los senos agolpados contra la ventanilla, demasiado cerca para controlar el flujo sanguíneo que le endurecía hasta la espalda. Tú ponme el nombre que quieras. Respondió ella con voz felina, un ronroneo dedicado sólo para él. No voy a preguntar el precio. No me importa cuánto cueste ese cuerpecito tuyo. El nombre, el precio y lo demás le importaba un carajo, pues ella, la sin-nombre valía la pena, la dicha y la urgencia.

Súbete, pero no dejes nada adentro de mi coche.

La miraba de vez en cuando, sobre todo al pasar bajo alguna farola que proyectaba su luz sobre las piernas perfectas, suaves al tacto, frescas y perfumadas. Le gustaba pensar que él abriría el local para la serie de funciones de esa noche. Mordía sus labios tan fuerte para evitar besarla que casi sintió sangrarlos. Si no llegaba pronto a la habitación, tendría que hacerla suya ahí mismo, aun con todo lo que pudiera dejar adentro de su coche.

El camino final fue tan acelerado que poco recordaba frente al espejo, mientras esperaba a que ella se alistara para la función privada. Jadeaba de una fiebre incontrolable y ni quitarse la ropa mermó el calor que le subía por la espina dorsal, hasta la cara, hasta hacerlo estornudar.

Cuando la miró postrarse en la enorme cama, con un rápido movimiento llegó hasta ella, posó sus manos en su cuerpo y el golpe de la realidad le rompió la cara.

¿Qué pasa? Preguntó ese ronroneo cuya gravedad cobraba sentido. ¿Pensaste otra cosa? Él, frío y tembloroso, con la fiebre a kilómetros de distancia, quería desaparecer ahí mismo, esfumarse como el humo del cigarro que habían compartido. Buscó sus ojos, igual de hermosos e incandescentes, sus labios gruesos y jugosos, su cabello largo, teñido de un morado atrevido. Su cuerpo seguía en su punto, a excepción del país de ese mapamundi donde tenía la mano. ¿Ya no te gusto? Preguntó la voz grave, fuerte y varonil, ya descarada que se deshacía del tono que fingió media hora atrás. 

La euforia se tiñó de cólera al sentirse engañado y no permitiría que se burlaran así de él...

¿Qué nombre vas a ponerle? ¿Cómo vas a llamar a la primera de tantas víctimas? La policía tardó unos días en descubrir su identidad. Siempre han sido lentos para estos procesos, pero la saña con la que el hombre fue asesinado les movió más a prisa para buscar al responsable. 

Tuvieron que informar a su familia: A su esposa y dos hijos, quienes se sentían amados por sobre todas las cosas, que el jefe de familia, esposo y padre, había sido asesinado en el cuarto de un hotel a manos de un presunto transexual homicida cuando se consumaba la transacción.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Nosotr@s (Primera parte)

¿Qué hora es? Mira la pantalla y dime la hora. Es importante para mí en estos momentos y circunstancias, y también debería serlo para ti. Mira el maldito reloj y dime la hora. Sé que lo tienes muy a la vista así que no puedes negarte a desviar los los ojos hacia él. Dilo en voz alta y no sonrías mientras piensas que es una ridiculez el hablar en tu soledad. La soledad nunca ha sido una ridiculez. Estoy aquí contigo por unos minutos y no pienso dejarte si tú no me dejas. Así que mira el reloj y dime la hora.

Bien. Era todo lo que necesitaba… Tenía que saber la hora exacta en que comenzará esta tortura, para llevar registrado el terrible destino que se me ha impuesto.

Soy incapaz de recordar mi nombre después de todos los años encerrad@ en esta oscuridad, así que puedes llamarme como tú quieras. Te recomiendo utilizar el nombre de alguien que no conozcas, para evitar futuras asociaciones conmigo y lo que me han orillado a ser. Temo a las consecuencias que mi liberación pueda traer consigo, pero tengo la seguridad de no merecer este confinamiento, esta tortura y esta humillación… Aunque era así como hablaba de mi situación en los primeros años, pero no más.

He mirado la luz del exterior a través de sus ventanas durante casi tres décadas, como una película mal dirigida y de bajo presupuesto que muestra la vida de una persona despreciable, de un ser humano fracasado, despojado de su orgullo y sus sueños. Siempre he querido ayudarle, salir de esta prisión y tomar las riendas para mejorarlo todo, como si me confesara a mí mism@ que he sucumbido al síndrome de Estocolmo, pero cada vez que me visita y tenemos esas charlas de madrugada, asevero que el dejarme fuera no está en sus planes próximos. Me resigno a seguir mirando al mundo envejecer allá afuera, en esa vida que transcurre sin que pueda escuchar el eco de mis lamentos. O así fue hasta hace unos días, porque esta vez, un descuido podría dejarme en libertad al fin.

Sueño con los días en que deje este oscuro y húmedo rincón y pueda valerme por mí mism@ en las calles que sé que recorre a diario, en su trayecto de la casa al trabajo y viceversa, y aunque al principio hasta caminar en sus tacones me resultaría una tarea titánica, con el tiempo llegaría a ocupar el lugar que merezco. Noto su cansancio y recientemente, las pláticas que sostenemos me llenan de esperanzas, al pensar que pronto, gracias a su hartazgo, yo pueda salir y conquistar su mundo. Me duele verle así, pero ya no puedo sufrir por amb@s.

En este momento, a esta hora exacta (mira de nuevo el reloj) me siento tan cansad@ que hasta los golpes que miro en sus labios teñidos de rojo escarlata me son indiferentes. Es una historia que hemos repetido un millón de veces y se aproxima otra de esas charlas que no llevan a ningún lado, más que a la misma miserable y absurda confusión. Estamos en esta oscuridad, cara a cara, notando el increíble parecido que compartimos, la empatía que sentimos en ambas direcciones. Estiro una mano e intento palpar las heridas en su rostro: Le han machacado otra vez y eso le hace ver fe@, tanto como lo que mi condición hace conmigo.

Hoy hay algo nuevo: Su rostro amancillado responde a mi tacto con una sonrisa y luego sube una mano para acariciar la mía, como si se diera cuenta al fin de que necesita mi calor para seguir con vida. Yo puedo ayudarte. Quiero gritarle al cerebro, pero temo que su reacción le aleje más de mí. Me siento tan bien con su presencia aquí dentro, en el rincón que nadie jamás ha encontrado para mi desdicha o para mi suerte, ya no sé.

Mírame a los ojos. Me pide, con una voz que me atemoriza a la vez que me invita. Hace tanto que no me hace el amor que no sé si me está incitando al cortejo o sólo quiere oscurecer mi visión con un revés de su mano fuerte pero delicada. Veo mis ojos en los suyos, cálidos y vulnerables, como una ventana a sus entrañas y sus pensamientos. Bésame. Me pide, o se lo pido yo. Estoy tan nervios@ por el encuentro que olvido todo, desde los años de reclusión hasta las confesiones que acarician mi posible liberación. Olvido hasta mi nombre, aunque espero que tú no lo hagas. ¿Lo recuerdas? ¿Acaso te importa tan poco como lo que estoy relatándote? Quiero importarte, a esta hora, en este día. No dejes de enterarte de lo que tengo para contarte porque si al final nada resulta como en mi imaginación, esta premisa será lo que me ampare ante San Pedro en las puertas del Cielo.

Tómame, si eso alivia tu espíritu. Susurro con un gemido. Me enredo en sus caricias y amb@s olvidamos quiénes somos. Pero me duele, cada vez que entra en mi cuerpo y después yo en el suyo. El acto sexual siempre me ha parecido algo mecánico y sin la lubricación que necesita el engranaje, la corrosión de mi situación retuerce el metal al rojo vivo, fractura las juntas y muelles y libera demasiado vapor, demasiado ruido innecesario. Esta noche podrían descubrirnos, si acaso gritamos demasiado. El dolor me trae de vuelta, y siempre es una lágrima la que al final lubrica mi piel de hojalata. Estamos sol@s en este mundo que hemos construido con cuidado y del que nos hemos enamorado. 

Debe volver a lo suyo. Se viste despacio y me abandona en silencio. Ya sé qué significan cada uno de sus silencios y tengo la seguridad de que no volverá sino hasta el siguiente mes, cuando de nuevo busque mis labios que no muerden, las manos que no laceran y el corazón que palpita a su mismo ritmo. De nuevo a solas. Miraría la hora pero aquí dentro no puedo darme ese lujo, yo no.

Si estoy equivocad@ al enamorarme de mi captor, entonces ¿qué posición tienes tú, que aun cautiv@ ni siquiera amor puedes sentir por quien te remite a oscuridades más negras que la mía?

Vuelve, cierra la puerta y se sienta frente a mí tan rápido que no tengo tiempo de cubrir mi figura con las sábanas traslúcidas. Sonríe y tiene algo en mente. Sé cuán inteligente es y qué tan malo es para tomar decisiones. Amb@s sabemos lo terrible que resultará tomar esta decisión en particular, pero ha llegado el momento. Toma mi brazo y nota lo mucho que he adelgazado, pues últimamente poco me ha alimentado. No es su culpa, es sólo que olvida que me tiene ahí dentro. Esa llave que brilla como mis ojos, que a su vez la ven entrar en el cerrojo de las esposas significa el fin de mi vida con el único amor que he conocido.

Sal de aquí. Me dice. No podía pronunciar una frase más elaborada, pues no había siquiera un sustantivo claro en su mente. Se dedicó a olvidar el nombre que me puso y yo, sin la necesidad de decírselo a alguien, lo he dejado ir también. No lo olvides tú, cualquiera que sea. Ni tampoco esta hora, cuando uso ésta sábana sucia para cubrir mi cuerpo y salir de la oscuridad, temblando con el nerviosismo clavado a mi espalda, como alas que no pretendo extender, pues podrían romperse al primer vuelo.

Miré atrás, como pidió que lo hiciera si algún día llegaba este momento. Intercambiamos lugares por el bien de amb@s y le agradecí por nutrirme con la confianza que necesitaban mis pasos allá afuera. Se quedó tumbad@ en la cama, en pausa, como esperando mi regreso a ese rincón olvidado por nuestro amado Dios. Cerró los ojos y la oscuridad se volvió absoluta mientras le abandonaba.

Así olía la libertad, a sangre y suciedad añeja, a humo de cigarro y nauseabundo alcohol barato. Así olía su recámara, que discerní cuando mis ojos se adaptaron a la luz del foco en el techo. Miré mi cuerpo en un espejo enorme. Sonreí y me acaricié el sexo, como si sus dedos lo hicieran en una de nuestras tantas citas. Me preguntaba si alguien, alguna vez, me amaría así de nuevo. Y es que yo no era atractiv@, pero tal vez algo de su ropa ayudaría.

Unos minutos después, podía dejar de verdad ese lugar, luciendo como sus ojos me veían. Sería una aventura allá afuera, ahora que ocupaba su lugar en el mundo que nunca terminó de aceptar nuestros ideales. 

¿Cuánto tiempo ha pasado desde que decidiste encontrarme en estas palabras? Todo lo que sepas de mí de ahora en adelante te convertirá en mi cómplice. ¿Estás dispuest@ a salir caminando a mi lado?


Continuará…

jueves, 6 de noviembre de 2014

La cuenta de los días


Dicen que estoy loco, que las cosas que pienso y entreveo a diario han desgastado mi razón. No estoy enfermo y aunque no puedo probarlo, tengo plena certeza de ello. No, no estoy demente y lo corroboro cada vez que miro a mis vecinos: ¡Lunáticos!

Justo esta mañana, al que apodan "Gatito" se acercó a mí queriendo lamer mi cara con un extraño ronroneo. Un empujón bastó para devolverlo a sus delirios y la prisión a la que lo han confinado. Se retorció y abrigó con una cola peluda e inexistente.

Cada vez que miro al sol por la ventana empañada me recuerdo la cuenta de los días que he visto su ciclo de muerte y resurrección y sé de antemano que un loco pierde la noción del tiempo desde sus primeras etapas de trauma. Sí, lo miro por las ventanas empañadas, todas y cada una empañadas, por saliva, sudor o lágrimas... Algunas veces, hasta por sangre.

Lo peor viene de noche, cuando el cuerpo está hecho de plomo y ya poco le importa el nauseabundo hedor que se cuela desde las celdas más asquerosas. Tan de plomo está que no hace el mínimo esfuerzo por bloquear el oído y los sollozos, los lamentos y los gritos que le aúllan a la luna. Las bestias que los profieren están más activas cuando el calor ha  bajado de a poco desde la muerte del sol. Pero no son los gritos, ni de dolor ni de furia los que más perturban, sino las risas, las estridentes carcajadas que muchos escarban desde su atrofiado raciocinio. Quién sabrá lo que los hace felices, pues en tal estado de podredumbre humana, lo último a lo que pueden aspirar es a encontrar una razón plausible para el bienestar.

Son traídos aquí, en el mejor de los casos, por la policía civil, a punta de porrazos que les fracturan las costillas. El dolor ya fue descartado de su sistema nervioso para la mayoría de ellos. Los menos, pierden la cordura precisamente a causa de lo que las heridas y la tortura les hizo olvidar. Les rompieron hasta las conexiones del cerebro a los nervios con la faena inquisitoria.

Pero lo que entristece de veras es ver que las familias que una vez se esforzaron por amarlos se despiden de ellos, convertidos en extraños, en maniquíes irreconocibles tras los años de degradación. Parecen satisfechos con la resolución final, pero carecen de palabras traducidas en el lenguaje de sus parientes para explicarles el por qué tendrán que vivir en esa casa nueva, con nuevos familiares que sí comparten el dialecto.

Cuando yo di el primer paso en este camino, tanto mi familia como yo mismo creíamos que todo iría bien después de tantas desventuras en casa. Yo aún lo creo, pero ellos han perdido la fe en mi y en sus ojos noto el desconsuelo de saberme parte de esos otros: Compañero de alucinaciones de la señora que arrulla día y noche una madeja de ropa sucia, cual si fuera un bebé; compañero de aventuras del que sueña que es un capataz de la Revolución y cabalga a ratos a un caballo de aire; compañero de todos, menos de mí mismo, pues piensan que me he perdido lo suficiente para nunca volver. 

Lo que no saben y que les inquietaría aún más es que uno no es dueño de su condición, sino al revés, y aunque aparentes estar en pleno control de ti mismo en ciertas horas del día, cuando tus sentidos se alteran por algún recuerdo de ese ingrato pasado, lo que ellos llaman locura te abraza con sus garras bien afiladas. Cualquier visión, aroma o sensación te confina a un estado de excitación que es lo mismo gratificante que auto destructivo.

Dicen que estoy loco, pero son éstos los locos y yo voy a quitárselos a golpes, que para eso me pagan. Si alguno de esos animales nauseabundos se muere en el proceso, mejor así, para que no roben el poco aire viciado que llega hasta la caseta de vigilancia, donde tengo que soportar sus demencias a diario. No estoy loco, porque no disfruto el machacar sus cuerpos y sus crismas. Sólo me gusta lo mínimo para no querer renunciar a este trabajo después de todos estos años.

miércoles, 29 de octubre de 2014

El coyote ladrón

El niño sabía muy bien que le dolía. No podían el ceño fruncido y la respiración entrecortada disfrazar lo evidente. De entre sus dientes discurría saliva entremezclada con sangre, atrofiadas las encías tal vez por un puntapié o el remo de alguna canoa, pero eso era lo de menos.

Cada resoplido levantaba volutas negras de tierra del suelo. El anafre en una esquina calentaba el agua para el remedio ya conocido y sólo se escuchaba el crepitar del carbón ardiente, los bufidos y un llanto infantil, apagado, acostumbrado a la situación.

-       -  No se muera, apá.

El guerrero convaleciente miró por el rabillo del ojo a su criatura y sus mejillas cuarteadas por el frío viento del otoño, las lágrimas enjugando el tizne de la cara. Las manos huesudas presionaban la profunda herida de un machetazo, con una destreza que sabía Dios de dónde había adquirido y que había ido perfeccionando en los últimos años, cuando sus noches eran interrumpidas por esa pesadilla.

Qué dura se había vuelto la vida para él y sus tres hermanos, para su madre y por sobre todo, para su padre, cuando la pobreza fue tan tremenda que les quitó hasta el sueño. Les quitó todo, menos la hambruna. Aquella condición era el menú diario.

-       - Hágase a un lado, mijo.

El pequeño obedeció a su madre. Ésta se acercó con la infusión hirviendo en la cacerola desvencijada. Rasgó uno de los harapos que había metido consigo al cuartito de carrizos donde yacía su marido y se hincó frente a su cuerpo moribundo para reparar los destrozos.

Un aullido de dolor crispó los nervios del niño, le hirió la templanza que quería afianzar. Él sabía que si el remedio y los cuidados no funcionaban, serían sus pueriles manos las que se ocuparían de sostener a la familia cada vez más muerta de vergüenza que de hambre. Era un peso tremendo para sus nueve años de existencia. Ya todo el pueblo lo sospechaba y poco les faltaba para arremeter contra las herrumbres que llamaban casa. Si el miedo removía sus más bajos instintos, cualquier día de estos podrían venir armados con machetes y trinches. En ese paraje no había dinero para fusiles, pero la peor arma, la irracionalidad era gratis.

Su apá no era malo y más que por lo que la vieja les inculcaba a él y sus hermanos, lo tenía claro por suspicacia propia, afianzado por el amor que un padre como aquel inspira en un hijo como tal. Buenas personas con malos destinos. Buenas acciones y malos entendidos. Horribles escenarios de peores pesadillas.

-       -  Ya con eso queda – suspiró la madre con un cansancio de siglos.

Era cierto que la respiración del viejo recuperaba un buen ritmo y ya no sangraba ni temblaba, pues su cuerpo volvía a su estado natural, pero él, el niño que varias veces estuvo a punto de quedar huérfano de padre, no encontraba consuelo a esa noche, ni a las que vendrían.

Miró la bolsa a unos pasos del charco espeso que la sangre había formado y se preguntó si él sería capaz de conseguir tantas presas de caza para su jauría también. Se acercó y calculó que esa madeja de queso, esos panes y un trozo de chorizo les durarían tres días a lo mucho, acostumbrado ya a estirar lo que fuera que se llevaran a la boca. ¿Cómo podría robar el alimento sin ser visto? ¿Cómo podría evitar el convertirse en un monstruo de tiempo completo?

Había una duda que sobrepasaba a las demás, una que nadie había podido responderle, porque nunca se había atrevido a formularla. Sentía que si despejaba esa niebla en su mente podría afrontar más fácilmente las calamidades que se avecinaban.

-       -  Amá – rompió en el silencio, en la calma al interior del terruño que miraba a su padre regresar de su trance - ¿Por qué se les dice así?
-      -  ¿A quiénes, mijo? – preguntó de vuelta una madre zagas, sobreentendida, pero gentil a la inocencia que le quedaba al más grande sus retoños.
-       A los nahuales – terminó él, pasando la lengua por uno de sus caninos sarrosos.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Maletas

Ese fue el último día que se supo indiferente. Fue hasta que se terminó todas las botellas que habían quedado de la última fiesta en su departamento y hasta que comió la última empanada del tianguis sabatino que entendió su soledad. Estaba descalza frente a la ventana, mirando su propio reflejo en el vidrio opaco. Tenía ojeras y la boca reseca. Tenía los ojos tristes y el alma cuarteada. 

Si algo le quedaba entre tantos escombros, eran recuerdos, ahora más nítidos tras los malestares de la resaca y sin un interlocutor sobre el cual desahogarlos, le parecían veneno de efecto retardado, que de a poco le saturarían las venas y llegarían al cerebro y peor aun, al corazón. Era capaz de recordar vívidamente cada discusión que conllevó a una pelea, pero las razones de éstas eran irrisorias por decir menos. Y si aquella era la cualidad que mejor encajaba, ¿por qué no reía?

Sentada en el borde de la cama y el de su propia juventud, repasó la década a su lado: "Felicidad" fue la palabra que abarrotó sus pensamientos involuntariamente. Y era por eso que dolía tanto y de tantas maneras, pues sería como empezar de nuevo, pero con un brazo mutilado. Aun con todo su pesar, podía asegurar que si la vida la pusiera en el mismo camino, tomaría las mismas decisiones, controlando eso sí, el rumbo que llevó a la colisión final. Estaría en el mismo borde de la misma cama, pero con él.

Era lunes, se hacía tarde. El noticiero balbuceaba lo que no quería escuchar. El café se consumía en la cafetera. Detalles, siempre habían sido eso las causas de sus mayores alegrías y de sus peores tragedias. Detalles mal encuadrados, a destiempo, fuera de contexto, y el peor de todos había agotado la paciencia de ambos, la paciencia para reparar el daño, si es que lo había realmente, la paciencia para soportar el mutuo hartazgo de muchas situaciones, como la rutina por ejemplo. Ni una ni otro eran el problema realmente, pues eran seres amorosos y perfectamente compatibles en sus marcadas diferencias. No, ni él ni ella eran el problema, sino víctimas de las situaciones que a veces ellos y a veces el mundo ponía enfrente.

Cuando entendió esto, ya casi eran las diez de la mañana y ya esperaba su regreso para darle un último beso, en la boca, si se dejaba: En la frente habría parecido proveniente de su mamá y eso le dolería mucho; saber que la recordaría como otra mujer en su vida y no como la más importante, tal cual él se lo confesó quién sabe cuándo.

Escuchó como limpiaba sus zapatos en el tapete afuera del departamento, también por última vez. ¿De qué sirve conocer tan bien las costumbres de alguien cuando ya no está? Abrió la puerta y se le fue el aliento, igual que cuando lo conoció en ese elevador, aquella lejana mañana de diciembre, lista para su primera entrevista de trabajo. Ese día ella iba reluciente, fresca y optimista. Eso fue lo que le enamoró y lo que ahora habría querido encontrar en la alacena o debajo de la cama e inyectárselo hasta acabar sus dosis. Estaba sola con su pijama y con sus ojeras, sola con sus recuerdos y su angustia en los últimos segundos de su vida juntos. Era ella sola, un ser humano sin pretensiones, al desnudo, como se merecía que la amaran.

- No tenían maletas - dijo él, condescendiente y ella sintió desvanecerse. Ese lunes faltaron al trabajo sin dar explicaciones.

Dentro de un mes se irían de vacaciones después de no haberlo hecho en un par de años. Primero y muy importante, cambiarían de supermercado, porque era increíble que no tuvieran maletas a la venta. Ahora las necesitarían, grandes y resistentes como para soportar el equipaje de un par de semanas. No habían reparado en el detalle de no tener un par en su clóset para alguna emergencia.

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