jueves, 20 de noviembre de 2014

Molotov


La sostengo con esta mano cansada, lastimada y mutilada, pero no abatida. Siento el calor alrededor, llevándose el gélido clima otoñal que se ha teñido de rojo. El pavimento agrietado, los baches enlodados, los vidrios rotos de las ventanas y las piedras, sacadas de quién sabe dónde... Todos son testigos inmóviles de nuestra empresa, son el escenario de nuestra revuelta anarquista. Cierro los ojos por el bochorno y me demando abrirlos porque no hay otra forma de jugar en este choque de fuerzas.

Miro alrededor, mis compañeros se ven tan agrietados como la tierra infertil que dejamos atrás, junto con nuestras casas, esos refugios quebrantados que han perdido su paz y su tranquilidad, si es que alguna vez alcanzó para tales lujos. Dejamos nuestros parajes para sembrar otras semillas, para cultivar otros frutos. A golpes nada crece, pero se nos acabaron las raciones de paciencia. Ésta es una revolución justificada, obligada, un dulce fruto con espinas venenosas.

Siento ese calor y no sólo de mi arma, sino de ellos, estudiantes como yo, niños de un salón de clases inundado por goteras, corroído por el sol; sin paredes, sin piso, sin un futuro que estemos dispuestos a labrar de la manera en que transcurren las cosas en estos tiempos. Están aquí conmigo en este momento crucial, en el día más gris y opaco que nos haya visto jugar en el patio. Los adultos nos miran tras sus cascos, feroces y sensibles a una epilepsia involuntaria que guíe nuestros movimientos a arremeter contra ellos.

Sonríen y los menos, hasta tienen las manos en los rifles. Nos han querido convencer de que las balas son de goma, pero tal parque no mata, como a los que han matado, a los que conocíamos y a los que no querían lastimar más a su amada tierra.

Nos están matando, de a poco, en dósis chiquitas para que no se sienta, para que no se sepa y no nos sepa, cual veneno entremezclado con vino. Nos están matando de agonía y desesperanza y nos rematan con un agujero en la frente, machacan nuestros huesos y bailan con fuego sobre nuestros cadáveres.

Ya no somos niños si ponemos atención, ya que han puesto tanto peso sobre nuestros hombros que nos vemos obligados a fortalecernos, a avispar la mente y cerrar el corazón, porque ese es el peor de los dolores, el que se encarna en el pecho.

A mi derecha está mi mejor amigo, también el rostro cubierto y todo rabia, sin mucho lugar para el miedo que se ha convencido de olvidar. A mi izquierda, una de tantas compañeras que conocí: No recuerdo su nombre, sólo su apellido y el día de hoy, es la única de su familia que porta ese apellido con orgullo más que con vida.

Miro al frente: Treinta metros delante nuestro están esos otros rostros cubiertos, siguiendo órdenes. Sus armas brillan más que sus ojos y duele pensar que si acaso logras zafarle el casco, encuentras un rostro como el tuyo, con la misma tez y las mismas arrugas al gesticular, ya de risa o ya de amargura. Te das cuenta de que ellos son también tus hermanos y que tampoco saben qué hacer llegado el momento. No, no lo saben, sólo lo hacen.

Se está calentando demasiado, debo deshacerme de ella, pero me rehuso a lanzarla. ¿Qué me detiene? ¿Temor, compasión, empatía? ¿O acaso aquello que hemos olvidado y que para todos carece de nombre ya, porque es algo que los buenos tiempos se llevaron?

Camino unos pasos con firmeza, decidido a consumar lo que deba para hacer escuchar mi voz, mis gritos y lamentos, y es que hasta nuestro gobernante supremo ignora las palabras escritas y pacíficas. Están ocupados allá arriba, guarecidos en su confort millonario pensando, y mucho, pero de otras maneras. Me estremece averiguar los planes que tienen para nosotros...

Me preparo, calculo la distancia. Este paliacate sofoca mis jadeos. Se me nubla la vista, cierro los ojos y arrojo la bomba. Se oyen gritos, detrás mío como un tsunami y al frente como animales salvajes. Distingo entre tanta conmoción, el sonido de la explosión: un rugido de fuego que abrasa los alrededores. ¡Miren cómo arden! Grita alguien, alguien joven, satisfecho. Quisiera gritarle tantas cosas, para regresarle la cordura que nos arrebataron. ¿Y si la botella flamigra hubiese caído sobre nosotros? 

Dejo de pensar, porque el ruido de disparos llena cada rincón de mi cerebro y me arroja a las garras del pánico. Las balas muerden como perros salvajes. No son de goma. Queman la ropa, la piel y la sangre. Pierdo el aliento y ni librarme del paliacate me lo devuelve. No quiero abrir los ojos porque sé que no verán algo bueno. Caigo de rodillas. Los gritos me paralizan, o la vida que me abandona, a estas alturas no tengo certeza de nada, más que de aquello que sospechaba: Esta afrenta sirve de poco o nada; nuestros cadáveres serán reducidos a polvo y el viento matutino va a llevárselo al infinito. Seremos un reportaje ambiguo, una injusticia más y nombres que olvidarán los más jóvenes sin saber qué significa la palabra impunidad.

Abro los ojos entonces y todo es sombras, todo es calor y esperanza a punto de quebrarse. Preferiría cerrarlos, pues sería lo más fácil, pero no es lo correcto, ya que todos somos testigos de la verdad cuando decidimos protegerla con sudor, sangre y lágrimas.

Me entero entonces que ni al morir, cerrar los ojos está permitido.

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