miércoles, 22 de octubre de 2014

Maletas

Ese fue el último día que se supo indiferente. Fue hasta que se terminó todas las botellas que habían quedado de la última fiesta en su departamento y hasta que comió la última empanada del tianguis sabatino que entendió su soledad. Estaba descalza frente a la ventana, mirando su propio reflejo en el vidrio opaco. Tenía ojeras y la boca reseca. Tenía los ojos tristes y el alma cuarteada. 

Si algo le quedaba entre tantos escombros, eran recuerdos, ahora más nítidos tras los malestares de la resaca y sin un interlocutor sobre el cual desahogarlos, le parecían veneno de efecto retardado, que de a poco le saturarían las venas y llegarían al cerebro y peor aun, al corazón. Era capaz de recordar vívidamente cada discusión que conllevó a una pelea, pero las razones de éstas eran irrisorias por decir menos. Y si aquella era la cualidad que mejor encajaba, ¿por qué no reía?

Sentada en el borde de la cama y el de su propia juventud, repasó la década a su lado: "Felicidad" fue la palabra que abarrotó sus pensamientos involuntariamente. Y era por eso que dolía tanto y de tantas maneras, pues sería como empezar de nuevo, pero con un brazo mutilado. Aun con todo su pesar, podía asegurar que si la vida la pusiera en el mismo camino, tomaría las mismas decisiones, controlando eso sí, el rumbo que llevó a la colisión final. Estaría en el mismo borde de la misma cama, pero con él.

Era lunes, se hacía tarde. El noticiero balbuceaba lo que no quería escuchar. El café se consumía en la cafetera. Detalles, siempre habían sido eso las causas de sus mayores alegrías y de sus peores tragedias. Detalles mal encuadrados, a destiempo, fuera de contexto, y el peor de todos había agotado la paciencia de ambos, la paciencia para reparar el daño, si es que lo había realmente, la paciencia para soportar el mutuo hartazgo de muchas situaciones, como la rutina por ejemplo. Ni una ni otro eran el problema realmente, pues eran seres amorosos y perfectamente compatibles en sus marcadas diferencias. No, ni él ni ella eran el problema, sino víctimas de las situaciones que a veces ellos y a veces el mundo ponía enfrente.

Cuando entendió esto, ya casi eran las diez de la mañana y ya esperaba su regreso para darle un último beso, en la boca, si se dejaba: En la frente habría parecido proveniente de su mamá y eso le dolería mucho; saber que la recordaría como otra mujer en su vida y no como la más importante, tal cual él se lo confesó quién sabe cuándo.

Escuchó como limpiaba sus zapatos en el tapete afuera del departamento, también por última vez. ¿De qué sirve conocer tan bien las costumbres de alguien cuando ya no está? Abrió la puerta y se le fue el aliento, igual que cuando lo conoció en ese elevador, aquella lejana mañana de diciembre, lista para su primera entrevista de trabajo. Ese día ella iba reluciente, fresca y optimista. Eso fue lo que le enamoró y lo que ahora habría querido encontrar en la alacena o debajo de la cama e inyectárselo hasta acabar sus dosis. Estaba sola con su pijama y con sus ojeras, sola con sus recuerdos y su angustia en los últimos segundos de su vida juntos. Era ella sola, un ser humano sin pretensiones, al desnudo, como se merecía que la amaran.

- No tenían maletas - dijo él, condescendiente y ella sintió desvanecerse. Ese lunes faltaron al trabajo sin dar explicaciones.

Dentro de un mes se irían de vacaciones después de no haberlo hecho en un par de años. Primero y muy importante, cambiarían de supermercado, porque era increíble que no tuvieran maletas a la venta. Ahora las necesitarían, grandes y resistentes como para soportar el equipaje de un par de semanas. No habían reparado en el detalle de no tener un par en su clóset para alguna emergencia.

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