Helena abrió los ojos a las siete de la mañana. Hacía frío y fue eso lo que la sacó de su sopor. Estiró los músculos con un bufido y rodó sobre su cabeza para ver con quién compartía la almohada. En dos minutos ya se había levantado en silencio y se había vestido con ropa limpia que sacó de su clóset.
Recogió un par de vasos del piso en su camino a la sala. Las suelas de sus tenis se le pegaron a las duelas sucias al llegar al centro de su departamento. Sonrió al ver los bultos desperdigados por aquí y allá. Sonaba una canción por lo bajo en las bocinas, como si alguien se hubiera quedado dormido ajustando el volumen cada vez mas tenue para inducir el coma a sus compañeros. Esa noche, varios de sus mejores amigos se volvieron DJs de los buenos, queriendo felicitarle más con canciones que con las palabras que olvidaron en el fondo sus vasos.
Arremangó su blusa y tomó una de las bolsas negras de la cocina. Encendió la cafetera antes de salir de nuevo al solario viciado por el humo del tabaco y de las hierbas. Aunque hacía ruido con su faena, esa docena de personas la acompañaban sólo con movimientos torpes o gruñidos producto de su profunda modorra. Encontró no sólo los despojos de la fiesta, sino algunos bocetos del storyboard, las pesadas cuartillas del guión y algo de utilería (quería pensar eso de la tanga colgando de la pantalla de su lámpara de pie). Puso todo en orden y abrió las persianas y el ventanal después. El sol ya pintaba de dorado las puntas de los edificios más altos cuando la cafetera trinó para ofrecerle su bebida energética.
- ¿Ya amaneció? – la voz ronca de Brenda la hizo detenerse en su camino a la cocina - ¿Te ayudo?
- Primero despierta bien, guapa – respondió Helena con una sonrisa maternal.
Compartieron una taza de café en el desayunador minutos después, aliviándose de los escalofríos otoñales que les dejó la resaca. Helena parecía menos golpeada por el alcohol, el baile y las drogas y podían atribuírselo ella y los demás a que venían cosas buenas. El horizonte estaba tan claro y soleado como el que se divisaba por el ventanal de la sala y eso le provocaba una sonrisa involuntaria y permanente.
- ¿Ya sabe Elliot que vas a trabajar para Polygon hasta allá? – interrogó Brenda, más por compromiso que por curiosidad.
Anoche habían tenido poco tiempo de hablar de las circunstancias y el remolino en el que desfilaban aquellas puertas cerradas y ventanas abiertas. Se empeñaron a gritar (más que cantar) Here Comes your Man de Pixies, evocando la actuación de Tom Hansen, como si Elliot, el patán en curso fuera un dañino Verano que llegaba al fin de sus quinientos días. Helena, aún con la sonrisa engrapada a sus mejillas miraba desatenta a los zombies que se levantaban poco a poco de su sala y el tapete en el piso. Asintió tardíamente a la pregunta de su amiga, sacando el celular de su bolsillo y le mostró la conversación.
- Se lo restregaste en la cara con un mensaje – suspiró la regordeta treintona -… No seas cabrona.
- Ya estaba muy ronca anoche para marcarle – mintió Helena, vaciando la taza con el meñique en alto.
Vanessa salió de la cama y se unió a ellas para completar el trío que había compartido cientos de tazas de café como esa. Casi se sacan el aire entre sí con tanto abrazo, ahora que había pasado la euforia de la celebración y estaban conscientes de que Helena tenía un mes para dejarlo todo listo antes de irse a Ámsterdam para la filmación del largometraje. Alex, el guionista que no encontraba una de sus botas en ese momento, pensaba que la idea original era una chorrada y que su amiga de borracheras merecía un mejor papel para debut en la pantalla grande, así que puso mucho empeño en adecuar la historia a una versión mejorada y digna en todo aspecto. Si el director no la cagaba, podía descansar en paz al haberle hecho semejante favor a la guapa actriz que le acercaba esa bota manchada de quién sabe qué.
- Discútete las tortas de chilaquil – sugirió Christian Bravo, el co-protagonista frotando sus manos con un bostezo.
- ¿Quién se lanza? – preguntó Helena compartiendo el antojo.
Fue por su cartera y la sintió gorda. Hasta ese momento se dio cuenta de lo mucho que había gastado en la fiesta de celebración por la firma de su contrato y más aun, de lo mucho que le quedaba para gastar, tal vez en un suéter o una bufanda. Estiró su delgado brazo a Christian y mordió su labio inferior, divertida, en control, con la autoridad que todos le aplaudían. Le dio el dinero y le dijo lo que quería que le trajeran.
Desayunaron, vaciaron algunas botellas, escucharon la Playlist “Hangover” y se fueron a mediodía. Era sábado pero parte del equipo rodaba la conclusión de un comercial a las siete de la mañana del día siguiente. Vanessa fue la última en dejarla, tras hacer la cama que compartieron totalmente perdidas. La besó, como siempre lo hacía y su frente volvió a hormiguear al sentir sus carnosos labios.
- Avísame si necesitas algo – ofreció su amiga.
- Sí, pero por ahorita todo bien. Gracias, flaca.
- Te quiero – entonces sí la beso en la boca -. No me vayas a olvidar allá.
- Nunca, Vanessa.
Se encontró sola y tumbada en el sillón, con el antebrazo cubriendo los ojos avellanados. Estando consigo misma pensó en dónde se encontraba un año atrás: Pensó tanto y tan fuerte que le dolió la cabeza cuando se durmió soñando con eso…
Todo había ido empeorando y Elliot, cual secta coercitiva, se había convertido en lo único en lo que creía y en lo que confiaba ciegamente. Ahora que él la dejaba ir con su indiferencia y sus sueños de superioridad, las paredes se cerraban, el sol no salía y el borde del puente en el que estaba parada le parecía menos peligroso. No sabe cuánto tiempo pasó colgando del borde y no sólo del puente, sino de toda su vida; había perdido amigos, familia, trabajo… Todo tan rápido que no supo en qué momento se perdió a sí misma. Sus dedos congelados y su cuerpo entumecido le ayudaron a aferrarse a una vida que no quería vivir. Quería soltarse, dejarse caer, pues no sentía que fuera una caída muy dura, porque se sabía ya en el fondo.
Alguien la sujetó y despegó su famélica figura para traerla de vuelta al mundo que todavía tenía mucho camino para ofrecerle, la cobijó y llamó a una ambulancia. Nunca supo quién fue ni por qué lo hizo pero hoy, casi un año después, agradecía en el silencio de su departamento que no la hubieran dejado partir porque no estaba lista, aunque en ese instante de fuga, no lo supiera.
Llegado diciembre estaba sola de nuevo, en el último silencio que escucharía de su departamento en mucho tiempo. Suspiró en la entrada, con las maletas repletas y el abrigo bien puesto. Ya se le estaba haciendo costumbre sonreír y también comenzaba a gustarle. Le sonrió a la vida que dejaba atrás y que el boleto de avión le recordaba con calidez. En el taxi de camino al aeropuerto anunciaron una canción: “Let Go de Like Swimming” y se dio cuenta de que la había escuchado antes, cuando se deshacía de la resaca que la celebración de su contrato le dejaba. La tonada resonó en su cabeza por un largo rato.
Sentada en la sala de abordaje levantó la vista y lo encontró, tan repentinamente que le pareció una jugarreta de su nostálgico cerebro: Elliot sostenía una pancarta, sonriéndole tan guapo como siempre, desvalido y tembloroso, expectante de su reacción cuando leyera el mensaje. Ella torció una mueca fugaz y se puso de pie cuando leyó el mensaje. Se acercó a él, despacio para hacer durar el momento, para grabárselo en la memoria y en el corazón. Alguien anunciaba que su vuelo saldría dentro de poco. No podían dejarla, no a ella, a la exitosa actriz que por fin triunfaría como era de esperarse. Ella, a su vez, no podía dejarlo ir, no debía ahora que se encontraba ahí, tan cerca. Se maldeciría toda la vida si lo dejaba ir, cuando tenía un futuro tan seguro y reconfortante.
- ¿Qué dices? – le preguntó él con un susurro y ella se olvidó de sus maletas, de su pase de abordar, del contrato que había firmado.
- Digo que sí…
Horas después, un niño pisó con sus zapatos enlodados una pancarta. Se agachó para leerla y frunció el ceño cuando ignoró el mensaje que no pudo entender: “¿Vas a dejarme ir de tu vida?”.
Helena le contó todo a Brenda y a Vanessa al llegar a Ámsterdam e incluso hoy en día recuerda las palabras exactas con las que se despidió para siempre de él: “Digo que sí… A ti puedo dejarte ir de mi vida, pero lo que no me perdonaría jamás, sería dejar ir este avión”.