lunes, 22 de diciembre de 2014

04:25


La noche en que todo comenzó pintaba como cualquier otra en nuestras cotidianas vidas. Había cenado pesado tras un día ajetreado en la oficina y nos habíamos ido a la cama pasadas las once. Hacía frío y dormí con la pijama puesta, a su lado, como todas las noches desde hacía treinta y dos años.

Esa noche estaba muy cansado para hacerle el amor y ella lo entendía, porque me había visto desfallecer reciente y gradualmente cada día al regresar a casa, creciendo el número de arrugas de preocupación en mi cara envejecida con el paso de los meses. Las cosas iban mal en la empresa y pronto habría recortes de personal. Mi nombre pintaba más que evidente en la lista negra, pues las máquinas y sus sofisticados sistemas hacían prescindibles mis labores y las de cuarenta personas más, en esa maniobra operativa que pretendía darle la vuelta a la reciente crisis económica.

Podía ver, escuchar y cavilar que el mundo estaba revolucionándose apresuradamente y los viejos como yo, los pasados de moda en una moda consumista éramos los que más difícil encontrábamos adaptarnos a las nuevas reglas con las que la sociedad caminaba. Nosotros los olvidados, los con hambre y frío, los que sí habíamos conocido la carencia en tiempos que los libros de historia ya no querían contar porque nadie los quería leer. Nosotros estábamos destinados a estorbar y morir de tristeza. Esa noche, repasando la cuenta de mis veraces temores, lo único que tenía a mano y con contrato vitalicio era su cuerpo y las sábanas sobre él. Lo acerqué a mí y supe que ninguna revolución me quitaría ese premio robado a la vida, esos cabellos encanecidos y desteñidos y sus suspiros de paz cuando la paz la encontraba en mi abrazo por su espalda.

Qué equivocado estaba con respecto a tantas afirmaciones y qué certeros eran mis temores. De haber sabido lo que vendría después, me habría preocupado menos por ciertos temas y más por las cosas que no eran enteramente cosas.

Entre sueños irreconocibles pude escuchar el sonido del celular que me habían obligado a usar por cuestiones de trabajo. Vibró un par de veces y encontré sin problemas su luz azul destellando sobre el buró. Tardé un poco en despertar por completo y reconocer que sería un mensaje de texto el que le había dado vida al aparato en penumbras. Ya habría tiempo para revisarlo en la mañana, pues desde hacía mucho, nadie nos contaba sus urgencias, ni nuestros hijos ni los familiares que aún nos recordaban. Regresé mi cabeza a la almohada y la sentí fresca y acogedora, pero otro ruido muy similar me arrancó del descanso que buscaba… También el celular de mi esposa había recibido un mensaje.

Me quedé un momento sentado al borde de la cama. Alcancé mis gafas y vencí el rigor de mis articulaciones para revisar ambos aparatos. El despertador marcaba la hora en que todo ocurría: Cuatro veinticinco de la mañana. Ese veintitrés de diciembre marcaría el inicio del fin, pues esa sería la última noche del mundo como lo conocíamos.

Ambos teléfonos tenían el mismo mensaje en su pantalla y por un momento me obligué a sentirme en un mal sueño, producto de mis preocupaciones y una mala cena, pero el frío invernal se sentía tan crudo, tan real que supe que la pesadilla había abrazado nuestra dimensión. Ella despertó al notar mi ausencia y me miró entornando los ojos, con un teléfono en cada mano, aun extrañado e incrédulo.

“NOTICIAS: ULT. MOMENTO. ESTALLA PRIMER ATAQUE DE SIRIA EN EUA”

Los noticiarios habían venido anticipando el descontento de ambos países y las consecuencias que las disputas traerían. La verdad había caído literalmente como una bomba esa madrugada, cuando la costa oeste de Estados Unidos de América había sido atropellada por el ataque de una nación lastimada y enardecida, cuando olvidó sus escrúpulos forzadamente y arrebató la vida de incontables seres humanos mientras dormían como nosotros.

Me senté a su lado y le mostré el teléfono, tras saberme incapaz de encontrar una manera de transmitirle el mensaje y tranquilidad en el mismo movimiento. Me miró tan desorientada que el silencio hueco en nuestra habitación lo dijo todo. El momento en que la abracé un segundo después y miré por la ventana fue el último que tengo de nuestra vida juntos…

Mis ojos fueron testigos de un espectáculo hermoso y devastador, si acaso ambas palabras pueden llegar a ser amigas: La noche dejó de ser oscura y se tiñó de rosa y tonos violáceos, seguidos de una bruma fosforescente que me iluminó el rostro, que se llevó nuestros pasado y los sueños de nuestro futuro y el de millones de personas en el segundo ataque.

Murió al instante, entre mis brazos incendiados. Ella fue el escudo que salvó mi existencia pero que de ninguna manera pudo asegurar mi bienestar en los años venideros y sus terribles secuelas. Estos inviernos en que visito los restos de nuestra ciudad y su tumba de concreto han sido lo menos crudo de mi desvivir, pues en verano, cuando hace calor, los gases del subsuelo emergen mortíferamente para envenenarlo todo. Hace un frío tremendo cada vez que el sol se oculta entre los nubarrones negruzcos y un calor insoportable cuando llega a salir tres días al año, un calor que no ayuda a las plantas a crecer, sino que simplemente las quema, como a la piel que ha quedado a los que sobrevivimos milagrosamente a los primeros ataques y a los que vinieron después, en una y otra dirección.

Tal vez no suframos de las sequías que los investigadores auguraban, pero el agua que queda está contaminada y dada por perdida. La comida escasea cada vez más y no quedan animales sanos que cazar: Todos moribundos, deformes o envenenados. El trabajo, la economía, la educación y hasta la familia han dejado de ser preocupaciones diarias. La palabra ocio se ha borrado del diccionario y ha sido reemplazada por supervivencia. Esos aspectos de la vida que nos quitaban el sueño cuando sentíamos el futuro asegurado por nuestros bienes y nuestro dinero ahora son sólo un sueño amargo en una realidad aún más amarga.

He oído que en algunas regiones, los más jóvenes se están comiendo a los viejos como yo, como lo hicieron alguna vez con sus aparatos y sus nuevas reglas, y es que ni aun después de todo lo que ha ocurrido han aprendido a respetar la vida y sus reglas. Muchos de esos jóvenes mueren pronto, pues no soportan el hambre y los delirios que conlleva. No soportan el frío tampoco, pues nunca supieron de carencias, de incertidumbres. Somos los viejos, los olvidados, los que mejor nos adaptamos a este mundo que se ha puesto de cabeza, porque alguna vez, con nuestras propias manos, lo enderezamos para heredarlo a nuestros hijos. Me siento responsable de no haber sembrado en ellos la memoria colectiva y el aprendizaje de ese valor de la vida que nosotros sí pudimos identificar y defender y me pregunto qué tan responsables fueron ellos de llevar las cosas al carajo y qué tanto fuimos nosotros de guiar sus pasos con tanto derroche de lo que nosotros jamás pudimos siquiera soñar.

Sigo luchando por sobrevivir a un mundo que se apaga poco a poco, sin una verdadera razón para hacerlo, sin una chispa de esperanza sobre lo que pase más adelante, pero con mis principios bien arraigados, firmes y verdaderos, pues lo último que un ser humano puede perder es precisamente eso, su humanidad y todo lo que ello significa.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Extraño es aquí

Extraño que temer sea extraño,
que te llamen loco por desconfiar,
que camines sin duda de tu sombra.
Es raro que todo aquí te haga daño,
o ya no, porque éste es un lugar extraño.

No soy de aquí, estas son menos que sobras, sombras y muerte.
¿Qué son los sueños en esta extrañeza,
si nadie quiere soñar con su suerte?
Renuncias a cien estandartes, rotos por traición.
Convéncete de no claudicar, de nutrir tu convicción.
Convencerse es extraño en este lugar,
pues control no les falta sobre tu razón.
Te llenan de miedo, te exprimen los sueños,
se bañan en tu desamparo para que extrañar te parezca extraño.

Ya es extraño temer, con tanto que nos han disparado.
Es extraño sonreír, pero son esas las cosas que extrañamos:
¿Qué es lo extraño de la vida si la vida es extraña?
Camino extrañándote, pero ya ida no me ves flanqueando.
Recuperar quiero lo extraña de nuestra vida
y que esta extrañeza nos parezca ajena.
Sigo creyendo en ti, mi estandarte, aunque roto y quebrantado,
Y ellos lo pagarán, por matarme más a mí que a la extraña de ti.

Si me miras ahora, qué extraño te resultaré.
Estos son días de lucha y cada uno de ausencia tuya
me deja solo con mi extrañeza.
Extraño es aquí, pero no para mí,
pues sé bien cuál es mi Nación,
que ya muerta por traidores
luce extraña pero digna de mi convicción.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Let Go

Helena abrió los ojos a las siete de la mañana. Hacía frío y fue eso lo que la sacó de su sopor. Estiró los músculos con un bufido y rodó sobre su cabeza para ver con quién compartía la almohada. En dos minutos ya se había levantado en silencio y se había vestido con ropa limpia que sacó de su clóset.

Recogió un par de vasos del piso en su camino a la sala. Las suelas de sus tenis se le pegaron a las duelas sucias al llegar al centro de su departamento. Sonrió al ver los bultos desperdigados por aquí y allá. Sonaba una canción por lo bajo en las bocinas, como si alguien se hubiera quedado dormido ajustando el volumen cada vez mas tenue para inducir el coma a sus compañeros. Esa noche, varios de sus mejores amigos se volvieron DJs de los buenos, queriendo felicitarle más con canciones que con las palabras que olvidaron en el fondo sus vasos.

Arremangó su blusa y tomó una de las bolsas negras de la cocina. Encendió la cafetera antes de salir de nuevo al solario viciado por el humo del tabaco y de las hierbas. Aunque hacía ruido con su faena, esa docena de personas la acompañaban sólo con movimientos torpes o gruñidos producto de su profunda modorra. Encontró no sólo los despojos de la fiesta, sino algunos bocetos del storyboard, las pesadas cuartillas del guión y algo de utilería (quería pensar eso de la tanga colgando de la pantalla de su lámpara de pie). Puso todo en orden y abrió las persianas y el ventanal después. El sol ya pintaba de dorado las puntas de los edificios más altos cuando la cafetera trinó para ofrecerle su bebida energética.

- ¿Ya amaneció? – la voz ronca de Brenda la hizo detenerse en su camino a la cocina - ¿Te ayudo?
- Primero despierta bien, guapa – respondió Helena con una sonrisa maternal.

Compartieron una taza de café en el desayunador minutos después, aliviándose de los escalofríos otoñales que les dejó la resaca. Helena parecía menos golpeada  por el alcohol, el baile y las drogas y podían atribuírselo ella y los demás a que venían cosas buenas. El horizonte estaba tan claro y soleado como el que se divisaba por el ventanal de la sala y eso le provocaba una sonrisa involuntaria y permanente.

- ¿Ya sabe Elliot que vas a trabajar para Polygon hasta allá? – interrogó Brenda, más por compromiso que por curiosidad.

Anoche habían tenido poco tiempo de hablar de las circunstancias y el remolino en el que desfilaban aquellas puertas cerradas y ventanas abiertas. Se empeñaron a gritar (más que cantar) Here Comes your Man de Pixies, evocando la actuación de Tom Hansen, como si Elliot, el patán en curso fuera un dañino Verano que llegaba al fin de sus quinientos días. Helena, aún con la sonrisa engrapada a sus mejillas miraba desatenta a los zombies que se levantaban poco a poco de su sala y el tapete en el piso. Asintió tardíamente a la pregunta de su amiga, sacando el celular de su bolsillo y le mostró la conversación.

- Se lo restregaste en la cara con un mensaje – suspiró la regordeta treintona -… No seas cabrona.
- Ya estaba muy ronca anoche para marcarle – mintió Helena, vaciando la taza con el meñique en alto.

Vanessa salió de la cama y se unió a ellas para completar el trío que había compartido cientos de tazas de café como esa. Casi se sacan el aire entre sí con tanto abrazo, ahora que había pasado la euforia de la celebración y estaban conscientes de que Helena tenía un mes para dejarlo todo listo antes de irse a Ámsterdam para la filmación del largometraje. Alex, el guionista que no encontraba una de sus botas en ese momento, pensaba que la idea original era una chorrada y que su amiga de borracheras merecía un mejor papel para debut en la pantalla grande, así que puso mucho empeño en adecuar la historia a una versión mejorada y digna en todo aspecto. Si el director no la cagaba, podía descansar en paz al haberle hecho semejante favor a la guapa actriz que le acercaba esa bota manchada de quién sabe qué.

- Discútete las tortas de chilaquil – sugirió Christian Bravo, el co-protagonista frotando sus manos con un bostezo.
- ¿Quién se lanza? – preguntó Helena compartiendo el antojo.

Fue por su cartera y la sintió gorda. Hasta ese momento se dio cuenta de lo mucho que había gastado en la fiesta de celebración por la firma de su contrato y más aun, de lo mucho que le quedaba para gastar, tal vez en un suéter o una bufanda. Estiró su delgado brazo a Christian y mordió su labio inferior, divertida, en control, con la autoridad que todos le aplaudían. Le dio el dinero y le dijo lo que quería que le trajeran.

Desayunaron, vaciaron algunas botellas, escucharon la Playlist “Hangover” y se fueron a mediodía. Era sábado pero parte del equipo rodaba la conclusión de un comercial a las siete de la mañana del día siguiente. Vanessa fue la última en dejarla, tras hacer la cama que compartieron totalmente perdidas. La besó, como siempre lo hacía y su frente volvió a hormiguear al sentir sus carnosos labios.

- Avísame si necesitas algo – ofreció su amiga.
- Sí, pero por ahorita todo bien. Gracias, flaca.
- Te quiero – entonces sí la beso en la boca -. No me vayas a olvidar allá.
- Nunca, Vanessa.

Se encontró sola y tumbada en el sillón, con el antebrazo cubriendo los ojos avellanados. Estando consigo misma pensó en dónde se encontraba un año atrás: Pensó tanto y tan fuerte que le dolió la cabeza cuando se durmió soñando con eso…

Todo había ido empeorando y Elliot, cual secta coercitiva, se había convertido en lo único en lo que creía y en lo que confiaba ciegamente. Ahora que él la dejaba ir con su indiferencia y sus sueños de superioridad, las paredes se cerraban, el sol no salía y el borde del puente en el que estaba parada le parecía menos peligroso. No sabe cuánto tiempo pasó colgando del borde y no sólo del puente, sino de toda su vida; había perdido amigos, familia, trabajo… Todo tan rápido que no supo en qué momento se perdió a sí misma. Sus dedos congelados y su cuerpo entumecido le ayudaron a aferrarse a una vida que no quería vivir. Quería soltarse, dejarse caer, pues no sentía que fuera una caída muy dura, porque se sabía ya en el fondo.

Alguien la sujetó y despegó su famélica figura para traerla de vuelta al mundo que todavía tenía mucho camino para ofrecerle, la cobijó y llamó a una ambulancia. Nunca supo quién fue ni por qué lo hizo pero hoy, casi un año después, agradecía en el silencio de su departamento que no la hubieran dejado partir porque no estaba lista, aunque en ese instante de fuga, no lo supiera.

Llegado diciembre estaba sola de nuevo, en el último silencio que escucharía de su departamento en mucho tiempo. Suspiró en la entrada, con las maletas repletas y el abrigo bien puesto. Ya se le estaba haciendo costumbre sonreír y también comenzaba a gustarle. Le sonrió a la vida que dejaba atrás y que el boleto de avión le recordaba con calidez. En el taxi de camino al aeropuerto anunciaron una canción: “Let Go de Like Swimming” y se dio cuenta de que la había escuchado antes, cuando se deshacía de la resaca que la celebración de su contrato le dejaba. La tonada resonó en su cabeza por un largo rato.

Sentada en la sala de abordaje levantó la vista y lo encontró, tan repentinamente que le pareció una jugarreta de su nostálgico cerebro: Elliot sostenía una pancarta, sonriéndole tan guapo como siempre, desvalido y tembloroso, expectante de su reacción cuando leyera el mensaje. Ella torció una mueca fugaz y se puso de pie cuando leyó el mensaje. Se acercó a él, despacio para hacer durar el momento, para grabárselo en la memoria y en el corazón. Alguien anunciaba que su vuelo saldría dentro de poco. No podían dejarla, no a ella, a la exitosa actriz que por fin triunfaría como era de esperarse. Ella, a su vez, no podía dejarlo ir, no debía ahora que se encontraba ahí, tan cerca. Se maldeciría toda la vida si lo dejaba ir, cuando tenía un futuro tan seguro y reconfortante.

- ¿Qué dices? – le preguntó él con un susurro y ella se olvidó de sus maletas, de su pase de abordar, del contrato que había firmado.
- Digo que sí…

Horas después, un niño pisó con sus zapatos enlodados una pancarta. Se agachó para leerla y frunció el ceño cuando ignoró el mensaje que no pudo entender: “¿Vas a dejarme ir de tu vida?”.

Helena le contó todo a Brenda y a Vanessa al llegar a Ámsterdam e incluso hoy en día recuerda  las palabras exactas con las que se despidió para siempre de él: “Digo que sí… A ti puedo dejarte ir de mi vida, pero lo que no me perdonaría jamás, sería dejar ir este avión”.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Nosotr@s (Tercera parte)


¿Cuánto tiempo ha pasado desde que le sigues la pista? ¿Qué es lo que te mueve? ¿Curiosidad, morbo o simplemente el compromiso que tienes con su historia? ¿Complicidad, tal vez, con nosotr@s?

Yo estuve ahí, presenciando cada una de las atrocidades que fueron quebrantándole el espíritu, alejándol@ de la gracia divina. Pude evitarlo, pero estaba tan cansad@ que me dejé llevar por la corriente de ese río de sangre que arrastraba en su cauce los escombros de todas mis vidas pasadas. Era una venganza injusta y forzada, algo que nadie merecía más que nosotr@s.

A estas alturas debes saber o imaginar los hechos. Hasta aquí me llega el olor a toda esa sangre que increíblemente puede contener un cuerpo humano, como el de un cerdo bien, bien gordo. Ahora que soy yo quien está encerrad@, tengo la obligación de confirmártelo todo, pues soy su cómplice y su amante, o como me lo dijo una vez: “La mitad que siempre me faltó”. Seré concis@ pero no esperes que me olvide de lo poético que resulta todo esto, al menos para nosotr@s.

Durante veintinueve años estuvimos en contacto discreto, nutriéndonos con visiones propias del mundo que resultaban conflictivas entre sí. El bien o el mal que hacía o me hacían, que para fines prácticos eran sólo puntos de vista diferentes era lo que hacía hervir su sangre ante una impotencia irremediable o algunas veces, simplemente le devolvía la paz cuando se enteraba de mis acciones en contra de mis agresores. Siempre estuvo al pendiente de mí, a pesar del confinamiento al que le sometí, y es que nos enamoramos, como ningún@ de l@s dos lo quería y nos cuidamos, nos alentamos a seguir con vida y a soñar con que las cosas cambiarían algún día, si Dios se apiadaba de nosotr@s.

No me imagines así, tal cual lo estás haciendo: No soy un monstruo… No lo somos, es sólo que a veces la vida no resulta como uno la planea y debes tomar acciones para cambiar las cosas que van mal, para evitar que se salgan de control. Por eso las cadenas y la oscuridad en la que l@ mantuve. Hasta que perdí la esperanza de poder resolverlo todo por mí mism@. Esa noche fue de las peores y el dolor ya insostenible me orilló a dejarle en libertad. Yo ocupé su lugar y me enteré de toda la violencia que guió sus pasos, sin poder detenerl@ ni la primera ni la última vez y mucho menos en las de en medio, porque yo, de alguna manera, también disfrutaba con cada herida que profería, con cada hueso que rompía y cada vena que cortaba. Nos bañábamos con las lagunas de sangre y nos reíamos del sonido del regurgitar en sus gargantas cuando ésta se arremolinaba entre la saliva que no podían acomodar para pedir piedad. Disfrutábamos ver cómo la vida los abandonaba y sus ojos se volvían acuosos, perdidos en la nada cuando se convertían en esa misma nada. Uno de los doce murió con una sonrisa torcida en su atractivo rostro; parecía que disfrutaba todavía de la fiesta a la que fue escoltado, mintiendo descaradamente sobre la despampanante novia que llevaba consigo esa noche. Cuando se enteró de que hasta él había sido engañado con ese cuento, no pudo con la verdad y le dio un ataque al corazón. Me rio al pensar que se lo rompimos cuando ya de madrugada quería hacer valer el dinero que pagó por la compañía de esa velada. Como si fuera el último clavo sobre su ataúd, todos y cada uno de ellos se fueron de este mundo conociendo al desnudo la verdad sobre nosotr@s.

No deberían ser tan duros. No es una mala persona, sino el resultado de la maldad de este mundo. No l@ justifico, pero la gente debería pensarlo dos veces antes de portarse como lo hicieron conmigo durante tantísimo tiempo. ¿Acaso no pensaron en las consecuencias que podían tener sus actos pecaminosos? Me alegro de haberl@ liberado después de todo y aunque sé que me espera un encierro de verdad de ahora en adelante, también sé que no podrán separarnos y que hay una habitación especial para nosotr@s.

No voy a decirte mi nombre, ni el suyo. ¿Qué más da a estas alturas? Podrás eso sí, anotar la fecha y hora en que supiste toda la verdad para cerrar el caso en el que participaste desde el principio. Piensa en nosotr@s como dos personas viviendo en el cuerpo de una. Me hace reír el pensarlo así, porque al final, también somos dos cuerpos unidos por una misma esencia. Mitad hombre y mitad mujer o todo hombre o toda mujer cuando hace falta: Me gustaba ser mujer para trabajar y coquetear y hombre para asesinar y cobrar venganza por nosotr@s.

Ya no tengo certeza de quién está dentro y quién fuera, porque nos amamos tanto como para intercambiar lugares cuando lo necesitamos. Nuestra mente se ha vuelto una prisión acogedora y disfrutamos nuestra condición, porque de ninguna manera hemos sido privad@s de nuestra libertad, ahora que somos un@ mism@. Llévanos cuando y donde sea, porque no importa qué pase, siempre encontraremos la manera de salir. Eso es algo que nadie ha dominado tan bien como nosotr@s.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Molotov


La sostengo con esta mano cansada, lastimada y mutilada, pero no abatida. Siento el calor alrededor, llevándose el gélido clima otoñal que se ha teñido de rojo. El pavimento agrietado, los baches enlodados, los vidrios rotos de las ventanas y las piedras, sacadas de quién sabe dónde... Todos son testigos inmóviles de nuestra empresa, son el escenario de nuestra revuelta anarquista. Cierro los ojos por el bochorno y me demando abrirlos porque no hay otra forma de jugar en este choque de fuerzas.

Miro alrededor, mis compañeros se ven tan agrietados como la tierra infertil que dejamos atrás, junto con nuestras casas, esos refugios quebrantados que han perdido su paz y su tranquilidad, si es que alguna vez alcanzó para tales lujos. Dejamos nuestros parajes para sembrar otras semillas, para cultivar otros frutos. A golpes nada crece, pero se nos acabaron las raciones de paciencia. Ésta es una revolución justificada, obligada, un dulce fruto con espinas venenosas.

Siento ese calor y no sólo de mi arma, sino de ellos, estudiantes como yo, niños de un salón de clases inundado por goteras, corroído por el sol; sin paredes, sin piso, sin un futuro que estemos dispuestos a labrar de la manera en que transcurren las cosas en estos tiempos. Están aquí conmigo en este momento crucial, en el día más gris y opaco que nos haya visto jugar en el patio. Los adultos nos miran tras sus cascos, feroces y sensibles a una epilepsia involuntaria que guíe nuestros movimientos a arremeter contra ellos.

Sonríen y los menos, hasta tienen las manos en los rifles. Nos han querido convencer de que las balas son de goma, pero tal parque no mata, como a los que han matado, a los que conocíamos y a los que no querían lastimar más a su amada tierra.

Nos están matando, de a poco, en dósis chiquitas para que no se sienta, para que no se sepa y no nos sepa, cual veneno entremezclado con vino. Nos están matando de agonía y desesperanza y nos rematan con un agujero en la frente, machacan nuestros huesos y bailan con fuego sobre nuestros cadáveres.

Ya no somos niños si ponemos atención, ya que han puesto tanto peso sobre nuestros hombros que nos vemos obligados a fortalecernos, a avispar la mente y cerrar el corazón, porque ese es el peor de los dolores, el que se encarna en el pecho.

A mi derecha está mi mejor amigo, también el rostro cubierto y todo rabia, sin mucho lugar para el miedo que se ha convencido de olvidar. A mi izquierda, una de tantas compañeras que conocí: No recuerdo su nombre, sólo su apellido y el día de hoy, es la única de su familia que porta ese apellido con orgullo más que con vida.

Miro al frente: Treinta metros delante nuestro están esos otros rostros cubiertos, siguiendo órdenes. Sus armas brillan más que sus ojos y duele pensar que si acaso logras zafarle el casco, encuentras un rostro como el tuyo, con la misma tez y las mismas arrugas al gesticular, ya de risa o ya de amargura. Te das cuenta de que ellos son también tus hermanos y que tampoco saben qué hacer llegado el momento. No, no lo saben, sólo lo hacen.

Se está calentando demasiado, debo deshacerme de ella, pero me rehuso a lanzarla. ¿Qué me detiene? ¿Temor, compasión, empatía? ¿O acaso aquello que hemos olvidado y que para todos carece de nombre ya, porque es algo que los buenos tiempos se llevaron?

Camino unos pasos con firmeza, decidido a consumar lo que deba para hacer escuchar mi voz, mis gritos y lamentos, y es que hasta nuestro gobernante supremo ignora las palabras escritas y pacíficas. Están ocupados allá arriba, guarecidos en su confort millonario pensando, y mucho, pero de otras maneras. Me estremece averiguar los planes que tienen para nosotros...

Me preparo, calculo la distancia. Este paliacate sofoca mis jadeos. Se me nubla la vista, cierro los ojos y arrojo la bomba. Se oyen gritos, detrás mío como un tsunami y al frente como animales salvajes. Distingo entre tanta conmoción, el sonido de la explosión: un rugido de fuego que abrasa los alrededores. ¡Miren cómo arden! Grita alguien, alguien joven, satisfecho. Quisiera gritarle tantas cosas, para regresarle la cordura que nos arrebataron. ¿Y si la botella flamigra hubiese caído sobre nosotros? 

Dejo de pensar, porque el ruido de disparos llena cada rincón de mi cerebro y me arroja a las garras del pánico. Las balas muerden como perros salvajes. No son de goma. Queman la ropa, la piel y la sangre. Pierdo el aliento y ni librarme del paliacate me lo devuelve. No quiero abrir los ojos porque sé que no verán algo bueno. Caigo de rodillas. Los gritos me paralizan, o la vida que me abandona, a estas alturas no tengo certeza de nada, más que de aquello que sospechaba: Esta afrenta sirve de poco o nada; nuestros cadáveres serán reducidos a polvo y el viento matutino va a llevárselo al infinito. Seremos un reportaje ambiguo, una injusticia más y nombres que olvidarán los más jóvenes sin saber qué significa la palabra impunidad.

Abro los ojos entonces y todo es sombras, todo es calor y esperanza a punto de quebrarse. Preferiría cerrarlos, pues sería lo más fácil, pero no es lo correcto, ya que todos somos testigos de la verdad cuando decidimos protegerla con sudor, sangre y lágrimas.

Me entero entonces que ni al morir, cerrar los ojos está permitido.

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