La noche en que todo comenzó pintaba como cualquier otra en nuestras cotidianas vidas. Había cenado pesado tras un día ajetreado en la oficina y nos habíamos ido a la cama pasadas las once. Hacía frío y dormí con la pijama puesta, a su lado, como todas las noches desde hacía treinta y dos años.
Esa noche estaba muy cansado para hacerle el amor y ella lo entendía, porque me había visto desfallecer reciente y gradualmente cada día al regresar a casa, creciendo el número de arrugas de preocupación en mi cara envejecida con el paso de los meses. Las cosas iban mal en la empresa y pronto habría recortes de personal. Mi nombre pintaba más que evidente en la lista negra, pues las máquinas y sus sofisticados sistemas hacían prescindibles mis labores y las de cuarenta personas más, en esa maniobra operativa que pretendía darle la vuelta a la reciente crisis económica.
Podía ver, escuchar y cavilar que el mundo estaba revolucionándose apresuradamente y los viejos como yo, los pasados de moda en una moda consumista éramos los que más difícil encontrábamos adaptarnos a las nuevas reglas con las que la sociedad caminaba. Nosotros los olvidados, los con hambre y frío, los que sí habíamos conocido la carencia en tiempos que los libros de historia ya no querían contar porque nadie los quería leer. Nosotros estábamos destinados a estorbar y morir de tristeza. Esa noche, repasando la cuenta de mis veraces temores, lo único que tenía a mano y con contrato vitalicio era su cuerpo y las sábanas sobre él. Lo acerqué a mí y supe que ninguna revolución me quitaría ese premio robado a la vida, esos cabellos encanecidos y desteñidos y sus suspiros de paz cuando la paz la encontraba en mi abrazo por su espalda.
Qué equivocado estaba con respecto a tantas afirmaciones y qué certeros eran mis temores. De haber sabido lo que vendría después, me habría preocupado menos por ciertos temas y más por las cosas que no eran enteramente cosas.
Entre sueños irreconocibles pude escuchar el sonido del celular que me habían obligado a usar por cuestiones de trabajo. Vibró un par de veces y encontré sin problemas su luz azul destellando sobre el buró. Tardé un poco en despertar por completo y reconocer que sería un mensaje de texto el que le había dado vida al aparato en penumbras. Ya habría tiempo para revisarlo en la mañana, pues desde hacía mucho, nadie nos contaba sus urgencias, ni nuestros hijos ni los familiares que aún nos recordaban. Regresé mi cabeza a la almohada y la sentí fresca y acogedora, pero otro ruido muy similar me arrancó del descanso que buscaba… También el celular de mi esposa había recibido un mensaje.
Me quedé un momento sentado al borde de la cama. Alcancé mis gafas y vencí el rigor de mis articulaciones para revisar ambos aparatos. El despertador marcaba la hora en que todo ocurría: Cuatro veinticinco de la mañana. Ese veintitrés de diciembre marcaría el inicio del fin, pues esa sería la última noche del mundo como lo conocíamos.
Ambos teléfonos tenían el mismo mensaje en su pantalla y por un momento me obligué a sentirme en un mal sueño, producto de mis preocupaciones y una mala cena, pero el frío invernal se sentía tan crudo, tan real que supe que la pesadilla había abrazado nuestra dimensión. Ella despertó al notar mi ausencia y me miró entornando los ojos, con un teléfono en cada mano, aun extrañado e incrédulo.
“NOTICIAS: ULT. MOMENTO. ESTALLA PRIMER ATAQUE DE SIRIA EN EUA”
Los noticiarios habían venido anticipando el descontento de ambos países y las consecuencias que las disputas traerían. La verdad había caído literalmente como una bomba esa madrugada, cuando la costa oeste de Estados Unidos de América había sido atropellada por el ataque de una nación lastimada y enardecida, cuando olvidó sus escrúpulos forzadamente y arrebató la vida de incontables seres humanos mientras dormían como nosotros.
Me senté a su lado y le mostré el teléfono, tras saberme incapaz de encontrar una manera de transmitirle el mensaje y tranquilidad en el mismo movimiento. Me miró tan desorientada que el silencio hueco en nuestra habitación lo dijo todo. El momento en que la abracé un segundo después y miré por la ventana fue el último que tengo de nuestra vida juntos…
Mis ojos fueron testigos de un espectáculo hermoso y devastador, si acaso ambas palabras pueden llegar a ser amigas: La noche dejó de ser oscura y se tiñó de rosa y tonos violáceos, seguidos de una bruma fosforescente que me iluminó el rostro, que se llevó nuestros pasado y los sueños de nuestro futuro y el de millones de personas en el segundo ataque.
Murió al instante, entre mis brazos incendiados. Ella fue el escudo que salvó mi existencia pero que de ninguna manera pudo asegurar mi bienestar en los años venideros y sus terribles secuelas. Estos inviernos en que visito los restos de nuestra ciudad y su tumba de concreto han sido lo menos crudo de mi desvivir, pues en verano, cuando hace calor, los gases del subsuelo emergen mortíferamente para envenenarlo todo. Hace un frío tremendo cada vez que el sol se oculta entre los nubarrones negruzcos y un calor insoportable cuando llega a salir tres días al año, un calor que no ayuda a las plantas a crecer, sino que simplemente las quema, como a la piel que ha quedado a los que sobrevivimos milagrosamente a los primeros ataques y a los que vinieron después, en una y otra dirección.
Tal vez no suframos de las sequías que los investigadores auguraban, pero el agua que queda está contaminada y dada por perdida. La comida escasea cada vez más y no quedan animales sanos que cazar: Todos moribundos, deformes o envenenados. El trabajo, la economía, la educación y hasta la familia han dejado de ser preocupaciones diarias. La palabra ocio se ha borrado del diccionario y ha sido reemplazada por supervivencia. Esos aspectos de la vida que nos quitaban el sueño cuando sentíamos el futuro asegurado por nuestros bienes y nuestro dinero ahora son sólo un sueño amargo en una realidad aún más amarga.
He oído que en algunas regiones, los más jóvenes se están comiendo a los viejos como yo, como lo hicieron alguna vez con sus aparatos y sus nuevas reglas, y es que ni aun después de todo lo que ha ocurrido han aprendido a respetar la vida y sus reglas. Muchos de esos jóvenes mueren pronto, pues no soportan el hambre y los delirios que conlleva. No soportan el frío tampoco, pues nunca supieron de carencias, de incertidumbres. Somos los viejos, los olvidados, los que mejor nos adaptamos a este mundo que se ha puesto de cabeza, porque alguna vez, con nuestras propias manos, lo enderezamos para heredarlo a nuestros hijos. Me siento responsable de no haber sembrado en ellos la memoria colectiva y el aprendizaje de ese valor de la vida que nosotros sí pudimos identificar y defender y me pregunto qué tan responsables fueron ellos de llevar las cosas al carajo y qué tanto fuimos nosotros de guiar sus pasos con tanto derroche de lo que nosotros jamás pudimos siquiera soñar.
Sigo luchando por sobrevivir a un mundo que se apaga poco a poco, sin una verdadera razón para hacerlo, sin una chispa de esperanza sobre lo que pase más adelante, pero con mis principios bien arraigados, firmes y verdaderos, pues lo último que un ser humano puede perder es precisamente eso, su humanidad y todo lo que ello significa.