miércoles, 29 de octubre de 2014

El coyote ladrón

El niño sabía muy bien que le dolía. No podían el ceño fruncido y la respiración entrecortada disfrazar lo evidente. De entre sus dientes discurría saliva entremezclada con sangre, atrofiadas las encías tal vez por un puntapié o el remo de alguna canoa, pero eso era lo de menos.

Cada resoplido levantaba volutas negras de tierra del suelo. El anafre en una esquina calentaba el agua para el remedio ya conocido y sólo se escuchaba el crepitar del carbón ardiente, los bufidos y un llanto infantil, apagado, acostumbrado a la situación.

-       -  No se muera, apá.

El guerrero convaleciente miró por el rabillo del ojo a su criatura y sus mejillas cuarteadas por el frío viento del otoño, las lágrimas enjugando el tizne de la cara. Las manos huesudas presionaban la profunda herida de un machetazo, con una destreza que sabía Dios de dónde había adquirido y que había ido perfeccionando en los últimos años, cuando sus noches eran interrumpidas por esa pesadilla.

Qué dura se había vuelto la vida para él y sus tres hermanos, para su madre y por sobre todo, para su padre, cuando la pobreza fue tan tremenda que les quitó hasta el sueño. Les quitó todo, menos la hambruna. Aquella condición era el menú diario.

-       - Hágase a un lado, mijo.

El pequeño obedeció a su madre. Ésta se acercó con la infusión hirviendo en la cacerola desvencijada. Rasgó uno de los harapos que había metido consigo al cuartito de carrizos donde yacía su marido y se hincó frente a su cuerpo moribundo para reparar los destrozos.

Un aullido de dolor crispó los nervios del niño, le hirió la templanza que quería afianzar. Él sabía que si el remedio y los cuidados no funcionaban, serían sus pueriles manos las que se ocuparían de sostener a la familia cada vez más muerta de vergüenza que de hambre. Era un peso tremendo para sus nueve años de existencia. Ya todo el pueblo lo sospechaba y poco les faltaba para arremeter contra las herrumbres que llamaban casa. Si el miedo removía sus más bajos instintos, cualquier día de estos podrían venir armados con machetes y trinches. En ese paraje no había dinero para fusiles, pero la peor arma, la irracionalidad era gratis.

Su apá no era malo y más que por lo que la vieja les inculcaba a él y sus hermanos, lo tenía claro por suspicacia propia, afianzado por el amor que un padre como aquel inspira en un hijo como tal. Buenas personas con malos destinos. Buenas acciones y malos entendidos. Horribles escenarios de peores pesadillas.

-       -  Ya con eso queda – suspiró la madre con un cansancio de siglos.

Era cierto que la respiración del viejo recuperaba un buen ritmo y ya no sangraba ni temblaba, pues su cuerpo volvía a su estado natural, pero él, el niño que varias veces estuvo a punto de quedar huérfano de padre, no encontraba consuelo a esa noche, ni a las que vendrían.

Miró la bolsa a unos pasos del charco espeso que la sangre había formado y se preguntó si él sería capaz de conseguir tantas presas de caza para su jauría también. Se acercó y calculó que esa madeja de queso, esos panes y un trozo de chorizo les durarían tres días a lo mucho, acostumbrado ya a estirar lo que fuera que se llevaran a la boca. ¿Cómo podría robar el alimento sin ser visto? ¿Cómo podría evitar el convertirse en un monstruo de tiempo completo?

Había una duda que sobrepasaba a las demás, una que nadie había podido responderle, porque nunca se había atrevido a formularla. Sentía que si despejaba esa niebla en su mente podría afrontar más fácilmente las calamidades que se avecinaban.

-       -  Amá – rompió en el silencio, en la calma al interior del terruño que miraba a su padre regresar de su trance - ¿Por qué se les dice así?
-      -  ¿A quiénes, mijo? – preguntó de vuelta una madre zagas, sobreentendida, pero gentil a la inocencia que le quedaba al más grande sus retoños.
-       A los nahuales – terminó él, pasando la lengua por uno de sus caninos sarrosos.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Maletas

Ese fue el último día que se supo indiferente. Fue hasta que se terminó todas las botellas que habían quedado de la última fiesta en su departamento y hasta que comió la última empanada del tianguis sabatino que entendió su soledad. Estaba descalza frente a la ventana, mirando su propio reflejo en el vidrio opaco. Tenía ojeras y la boca reseca. Tenía los ojos tristes y el alma cuarteada. 

Si algo le quedaba entre tantos escombros, eran recuerdos, ahora más nítidos tras los malestares de la resaca y sin un interlocutor sobre el cual desahogarlos, le parecían veneno de efecto retardado, que de a poco le saturarían las venas y llegarían al cerebro y peor aun, al corazón. Era capaz de recordar vívidamente cada discusión que conllevó a una pelea, pero las razones de éstas eran irrisorias por decir menos. Y si aquella era la cualidad que mejor encajaba, ¿por qué no reía?

Sentada en el borde de la cama y el de su propia juventud, repasó la década a su lado: "Felicidad" fue la palabra que abarrotó sus pensamientos involuntariamente. Y era por eso que dolía tanto y de tantas maneras, pues sería como empezar de nuevo, pero con un brazo mutilado. Aun con todo su pesar, podía asegurar que si la vida la pusiera en el mismo camino, tomaría las mismas decisiones, controlando eso sí, el rumbo que llevó a la colisión final. Estaría en el mismo borde de la misma cama, pero con él.

Era lunes, se hacía tarde. El noticiero balbuceaba lo que no quería escuchar. El café se consumía en la cafetera. Detalles, siempre habían sido eso las causas de sus mayores alegrías y de sus peores tragedias. Detalles mal encuadrados, a destiempo, fuera de contexto, y el peor de todos había agotado la paciencia de ambos, la paciencia para reparar el daño, si es que lo había realmente, la paciencia para soportar el mutuo hartazgo de muchas situaciones, como la rutina por ejemplo. Ni una ni otro eran el problema realmente, pues eran seres amorosos y perfectamente compatibles en sus marcadas diferencias. No, ni él ni ella eran el problema, sino víctimas de las situaciones que a veces ellos y a veces el mundo ponía enfrente.

Cuando entendió esto, ya casi eran las diez de la mañana y ya esperaba su regreso para darle un último beso, en la boca, si se dejaba: En la frente habría parecido proveniente de su mamá y eso le dolería mucho; saber que la recordaría como otra mujer en su vida y no como la más importante, tal cual él se lo confesó quién sabe cuándo.

Escuchó como limpiaba sus zapatos en el tapete afuera del departamento, también por última vez. ¿De qué sirve conocer tan bien las costumbres de alguien cuando ya no está? Abrió la puerta y se le fue el aliento, igual que cuando lo conoció en ese elevador, aquella lejana mañana de diciembre, lista para su primera entrevista de trabajo. Ese día ella iba reluciente, fresca y optimista. Eso fue lo que le enamoró y lo que ahora habría querido encontrar en la alacena o debajo de la cama e inyectárselo hasta acabar sus dosis. Estaba sola con su pijama y con sus ojeras, sola con sus recuerdos y su angustia en los últimos segundos de su vida juntos. Era ella sola, un ser humano sin pretensiones, al desnudo, como se merecía que la amaran.

- No tenían maletas - dijo él, condescendiente y ella sintió desvanecerse. Ese lunes faltaron al trabajo sin dar explicaciones.

Dentro de un mes se irían de vacaciones después de no haberlo hecho en un par de años. Primero y muy importante, cambiarían de supermercado, porque era increíble que no tuvieran maletas a la venta. Ahora las necesitarían, grandes y resistentes como para soportar el equipaje de un par de semanas. No habían reparado en el detalle de no tener un par en su clóset para alguna emergencia.

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