El niño sabía muy bien que le dolía. No
podían el ceño fruncido y la respiración entrecortada disfrazar lo evidente. De
entre sus dientes discurría saliva entremezclada con sangre, atrofiadas las
encías tal vez por un puntapié o el remo de alguna canoa, pero eso era lo de
menos.
Cada resoplido levantaba volutas negras
de tierra del suelo. El anafre en una esquina calentaba el agua para el remedio
ya conocido y sólo se escuchaba el crepitar del carbón ardiente, los bufidos y
un llanto infantil, apagado, acostumbrado a la situación.
- - No se muera, apá.
El guerrero convaleciente miró por el rabillo
del ojo a su criatura y sus mejillas cuarteadas por el frío viento del otoño, las
lágrimas enjugando el tizne de la cara. Las manos huesudas presionaban la profunda
herida de un machetazo, con una destreza que sabía Dios de dónde había
adquirido y que había ido perfeccionando en los últimos años, cuando sus noches
eran interrumpidas por esa pesadilla.
Qué dura se había vuelto la vida para él
y sus tres hermanos, para su madre y por sobre todo, para su padre, cuando la
pobreza fue tan tremenda que les quitó hasta el sueño. Les quitó todo, menos la
hambruna. Aquella condición era el menú diario.
- - Hágase a un lado, mijo.
El pequeño obedeció a su madre. Ésta se
acercó con la infusión hirviendo en la cacerola desvencijada. Rasgó uno de los
harapos que había metido consigo al cuartito de carrizos donde yacía su marido
y se hincó frente a su cuerpo moribundo para reparar los destrozos.
Un aullido de dolor crispó los nervios
del niño, le hirió la templanza que quería afianzar. Él sabía que si el remedio
y los cuidados no funcionaban, serían sus pueriles manos las que se ocuparían
de sostener a la familia cada vez más muerta de vergüenza que de hambre. Era un
peso tremendo para sus nueve años de existencia. Ya todo el pueblo lo
sospechaba y poco les faltaba para arremeter contra las herrumbres que llamaban
casa. Si el miedo removía sus más bajos instintos, cualquier día de estos
podrían venir armados con machetes y trinches. En ese paraje no había dinero
para fusiles, pero la peor arma, la irracionalidad era gratis.
Su apá no era malo y más que por lo que
la vieja les inculcaba a él y sus hermanos, lo tenía claro por suspicacia
propia, afianzado por el amor que un padre como aquel inspira en un hijo como
tal. Buenas personas con malos destinos. Buenas acciones y malos entendidos.
Horribles escenarios de peores pesadillas.
- - Ya con eso queda – suspiró la
madre con un cansancio de siglos.
Era cierto que la respiración del viejo
recuperaba un buen ritmo y ya no sangraba ni temblaba, pues su cuerpo volvía a
su estado natural, pero él, el niño que varias veces estuvo a punto de quedar
huérfano de padre, no encontraba consuelo a esa noche, ni a las que vendrían.
Miró la bolsa a unos pasos del charco
espeso que la sangre había formado y se preguntó si él sería capaz de conseguir
tantas presas de caza para su jauría también. Se acercó y calculó que esa
madeja de queso, esos panes y un trozo de chorizo les durarían tres días a lo
mucho, acostumbrado ya a estirar lo que fuera que se llevaran a la boca. ¿Cómo
podría robar el alimento sin ser visto? ¿Cómo podría evitar el convertirse en
un monstruo de tiempo completo?
Había una duda que sobrepasaba a las
demás, una que nadie había podido responderle, porque nunca se había atrevido a
formularla. Sentía que si despejaba esa niebla en su mente podría afrontar más
fácilmente las calamidades que se avecinaban.
- - Amá – rompió en el silencio,
en la calma al interior del terruño que miraba a su padre regresar de su trance
- ¿Por qué se les dice así?
- - ¿A quiénes, mijo? – preguntó
de vuelta una madre zagas, sobreentendida, pero gentil a la inocencia que le
quedaba al más grande sus retoños.
- A los nahuales – terminó él, pasando la lengua por uno de sus caninos sarrosos.
- A los nahuales – terminó él, pasando la lengua por uno de sus caninos sarrosos.